Cuando me hubo tocado, a mis 17 años, irme al Servicio Militar Obligatorio (SMO) en Cuba, todos mis amigos del barrio venían al portal de mi casa de la infancia a relatar sus vivencias. Todas eran distintas. Por eso pensé que la mía no será igual a la de nadie. Y así fue. Tuve, finalmente, mi trauma individual: ni porque orinaba la sangre me quisieron llevar al hospital.
Era «No apto» por hipertensión, pero se había aprobado una ley que exigía un año de SMO si quería cursar la carrera universitaria que me habían otorgado después de aprobar los exámenes de ingreso a la Educación Superior. Y allí me llevaron, a aquella Unidad Militar en el municipio Bauta. Un lugar horrible lleno de militares déspotas. Había una ley interna muy cruel que consistía en que si durante tu hora de descanso después del almuerzo un oficial pasaba, había que levantarse, ponerse en firme y hacer el saludo militar. Imposible que todo aquello no me oliera a campo de concentración. Pero peor fue que ningún militar creyó los dolores de cabeza de aquel muchacho hasta que cayó muerto mientras marchaba. La única forma, porque ni enfermo, de librarse de la represión traumática obligatoria era emigrando. En 1998, de no tener familiar que te reclamara, había una sola forma de emigrar a mi edad: yéndose ilegalmente por mar a EE. UU., y yo siempre le he tenido mucho miedo al mar.
Ahora que vivo fuera de Cuba, sé que no es diferente, a nivel de memoria colectiva que se forma desde las individualidades, el caso de la emigración. No importa si llegaste con alfombra roja o gris o sin ella, todos tienen experiencias distintas. Y ojo, llegar con «alfombra roja» es una metáfora creada por los menos perspicaces. Esa condición no existe. Máxime cuando se sale de un país en ruinas. Desde el lanzamiento a la migración, la aventura supone peligros ineludibles que solo se resuelven con el pecho, la cabeza y las manos.
Si bien el punto común entre los condenados al SMO es el trauma del encarcelamiento militar involuntario y la nostalgia de una vida sin reglas innecesariamente inhumanas, los exiliados somos víctimas de un punto muy cruel de la conciencia: llegar a saber y entender que, como la definiera María Moliner, la libertad es la «facultad del hombre para elegir su propia línea de conducta, de la que, por lo tanto, es responsable».
Y constatar que en Cuba sus habitantes son prisioneros de la sombra, porque si alguien intenta cruzar la línea para ver el sol —lo que presume disentir por necesidad de luz— será execrado a la reclusión y a la ceguera es una de las durezas más toscas que envilecen el espíritu. Cuando un cubano ha vivido fuera de la isla y ha descubierto esa luz, incluso cuando solo sabe por otros de su existencia, está ya armado para la rebeldía contra la manipulación, para dejarse impulsar por la fuerza estremecedora del razonamiento.
El mundo ancho y ajeno, como dijera el novelista, es habitado, a su vez, por personas en tamaño, intensidad y ensimismamiento diferentes. No puedo caer en el retórico y manido tema de la adaptación a paisaje ajeno. Robinson Crusoe, náufrago involuntario, logró congeniar dos fenómenos, la adaptación a esa especie de Adán bíblico y la identificación con una realidad circundante que para unos hubiera resultado áspera e indócil, en tanto que para él devino reconciliable. Luego, en una especie de diario, supo establecer los fundamentos de su existencia: desterrado, pero vivo; apartado, pero a salvo de la muerte; incomunicado, recluido, pero en una tierra fértil.
Sin embargo, estos no pueden verse más que como necesidades espirituales de justificar un destino por imposición. Desde hace más de 60 años el cubano vive encerrado, aterido a una soledad confinada en una isla que se vuelve cada día más salada y menos fértil, en un ambiente invivible y con la frustración de sus ideales (condición bajo la cual el ser humano se acerca más a su parte irracional). Hasta el hombre de las cavernas tenía ilusiones e ideas que alcanzar.
En mi caso, la adaptación ha sido rápida. Comer, dormir, vestirme, tomar las pastillas para la hipertensión, abrir las redes y desandarlas, etcétera, son hábitos mantenidos al margen del lugar en donde los ejerza. Incluso, puede que hasta en mejores condiciones. El gel para el baño, la calidad de la alimentación, la adquisición de medicamentos y la rapidez y accesibilidad a sitios digitales son necesidades básicas que en Cuba no están permitidas al ciudadano. Todo ello hace que la adaptación sea más rápida y reconfortante.
Sin embargo, ¿identificarme con el entorno? No. Eso sí se lo envidio al personaje de Daniel Defoe. Aunque en circunstancias y atmósferas distintas, Madrid me ha resultado, espiritualmente, lo mismo que me hubiera impactado la selva: atroz, agresiva, ajena. Es posible que tenga que ver con mi actitud anticonquistadora. Siento que la ciudad se me viene encima como un vendaval tecnológico, cultural, hedonista y lingüístico. Aquí he podido comprobar que el espectro idiomático del cubano es más amplio que el de los españoles. Cualquier cubano sabe que polla, pene y rabo significan lo mismo; al igual que zumo y jugo, patatas y papas o botella y pomo. Pues para el hablante peninsular no. Esa es una de las tantas cosas que reflejan su fundamentalismo nacional: cerrarse a la variedad lingüística es, también, constreñir el pensamiento.
Al llegar, se buscan, en medio de la avalancha cosmopolita, la risa, la afabilidad, la gestualidad, el saludo espontáneo del cubano mientras se encuentran miradas disentidas, reacciones frívolas en los lugares de inevitable interacción y un vacío fraternal muy hondo. No me estoy refiriendo a desvirtudes como el paternalismo o el cuéntame tu vida cubanos, no. Estoy aludiendo al tono, al carácter, a la simulación de los españoles cuando, si te escuchan, no se involucran ni se solidarizan. Y, al ser rasgos muy divergentes a la cultura de lo cotidiano en Cuba, pues entonces se produce un desencuentro humano. Pero, ¿qué cosa es irse si todos vuelven? Y sí, bastó con que me fuera para que mis muertos volvieran a mis terrazas en Cuba a tomar café y a hablar en un presente inmediato.
Desde que llegué a Madrid, el sueño tiene características similares a las del personaje de Borges en Las ruinas circulares. Voy recreando, mientras duermo, una verdad muy lejana, inexistente. Y logro recuperarla del pasado como si mi mente, en aparente descanso, quisiera construir otro yo, el que no se va y se queda en Cuba con sus vivos y sus muertos. El sueño trajo también la aprensión. Vivo con la paranoia de que algo malo pueda pasar en aquel infierno: un cambio drástico, para mal, y ya no pueda andar las mismas calles ni ir al mismo cementerio a llevar flores. Aún no sueño con Madrid.
Había estado en Madrid en mayo de 2015. Una estancia de tres meses y me había sucedido algo similar. Sin embargo, entonces sentía que podía comerme el mundo y recomenzar desde cualquier rincón. Pero volví a Cuba por amor y le debo a la vida esa sabia decisión. Soy un hombre felizmente amado.
Ahora, a mis casi 45 años, el portazo ha sido más estremecedor. Dejé a mis padres, mi casa y mi biblioteca. Llegué a Madrid en mayo de 2024 sin libros, a rentar un piso y sin familia. Solos mi pareja y yo. Para la huida habíamos vendido nuestro encantador apartamento del Vedado, construido por nosotros en la azotea de un edificio en G y 25. Con el apartamento de la terraza de los amigos se iban los recuerdos tangibles, la vista al malecón habanero, a un cacho de mar, a la cúpula de la iglesia de F y 23, al edificio Palace. Y también se olvidaría la terquedad del salitre por corroer el hierro en los faroles de la terraza.
He pasado cuatro meses sufriendo el desarraigo, arrancándome las culpas como quien se quita un trozo de carne y experimentando algo que desconocía, el rencor. Un país no es su Gobierno mientras su pueblo no se le parezca, y uno de los principales problemas que afecta la vida del ciudadano en Cuba es que la gente, en su mayoría, no piensa, sino reproduce. Un país sin educación, sin cultura, sin alimentación y sin salud pública hace que la gente prefiera morir en el intento de huida por la sobrevivencia y no padecer la muerte, lentamente, en vida.
Justo a los cuatro meses me empezaron los recuerdos de la mala vida, de la gente vulgar, de las carencias, del empuje que tenía que buscar entre ansiolíticos y antidepresivos para espolear aquel espectáculo cubano que llaman vida y, con ellos, también volvieron las palabras, los deseos de escribir. Quizá la visita a Alcalá de Henares influyó. Fui allí porque sabía que en ese pueblo había vivido el hombre que escribió el Quijote. Y necesitaba reconciliarme en uno de los consejos que este dio a Sancho cuando fue a gobernar la ínsula: «porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale». Lo cierto es que visitar, además, la universidad en la que estudiaron Lope de Vega, Quevedo y Calderón de la Barca reconforta y le devuelve a uno un poco de esencia literaria, que es otra manera de sufrir y también de liberarse.
Después de atormentarme con ese chasquido de tiempo que marcan los relojes debajo de los nidos de las cigüeñas en Alcalá, pienso que salí de Cuba a deshora. Debí irme antes a cualquier parte, pero con edad y paciencia para identificarme con otras maneras de levantar una vida. Seré siempre un pez fuera del agua. Ya no importa si por voluntad o no. Ahora solo me queda contradecir a Rastignac y esta vez desde el mirador del Parque del Oeste en Madrid, a unos metros del Templo de Debod, mirar a la ciudad y pedirle que sea ella quien venga a por mí.