Durante décadas, el Premio Planeta fue una suerte de Olimpo literario con pretensiones ibéricas: un lugar donde los dioses de la prosa se disputaban la gloria y el cheque. Cela, Vargas Llosa, Matute, Marsé, Pombo, Semprún, Torrente Ballester, el primer Muñoz Molina… nombres que sonaban a literatura, a frase bien hecha, a párrafo con alma y nervio. Hoy, el mismo premio parece un episodio perdido de Sálvame deluxe: un millón de euros y una novela que no sobreviviría a la lectura de un adolescente distraído.
La evolución del Planeta podría estudiarse como fenómeno zoológico. En los cincuenta y sesenta premiaba a escritores. En los ochenta, a novelistas con cierto olfato mediático. En el siglo XXI, a presentadores, tertulianos, influencers y criaturas del ecosistema Planeta-Atresmedia, ese universo donde los libros se venden por kilo y la narrativa se mide en puntos de share. El jurado, más que deliberar, parece seguir el consejo del algoritmo: “Dale el premio a quien ya tenga público cautivo; lo demás, no monetiza”.
Que nadie se engañe: el Planeta ya no celebra la literatura, celebra la visibilidad. Antes los autores ganadores recibían un diploma y una cierta posteridad; hoy reciben el encargo de sonreír en programas de televisión tipo El Hormiguero mientras explican que escribieron su novela “de madrugada, entre programa y programa”. En este nuevo mundo, el verbo “escribir” se ha convertido en una forma elegante de decir “dictar por WhatsApp”.
¿Y la calidad literaria? Eso, me temo, ha pasado a ser un concepto vintage, una excentricidad de coleccionista. Es cierto que el Planeta siempre tuvo algo de espectáculo, incluso en sus mejores años. Pero entonces el oropel convivía con la sustancia; hoy la ha devorado por completo. Lo que antes era una gala literaria se ha convertido en una entrega de premios patrocinada por la nada, donde la literatura es el decorado y la cámara el verdadero protagonista.
No se trata solo del declive de un premio, sino de un síntoma más profundo: vivimos tiempos en que la escritura se confunde con el contenido y el escritor con el personaje. Si el siglo XX creyó en el genio solitario, el XXI prefiere al autor televisivo. Y el Planeta, fiel reflejo del mercado, ya no busca una gran novela: busca una historia que se pueda adaptar fácilmente a serie. Por eso resulta enternecedor que más de mil trescientos escritores hayan enviado sus originales desde varias partes del mundo con la secreta esperanza de ganar lo que de antemano ya estaba dado.
Queda el consuelo, eso sí, de saber que las buenas novelas —como los buenos lectores— siguen existiendo, aunque no ganen premios ni se hable de ellas en tik tok. Se esconden en las estanterías silenciosas, lejos de los focos, donde todavía se pueden leer buenas historias con verdadera vocación literaria sin hashtags de por medio. Y uno piensa, con una mezcla de nostalgia y sarcasmo, que si el Premio Planeta tuviera un poco de dignidad literaria, se declararía desierto y lo celebraría en directo en televisión.




