Conocí a Luis Felipe Rojas un día en que quería dirimir a golpes una disputa con algún otro estudiante. Venía del servicio militar y guardaba ciertas cicatrices de escaramuzas que era mejor olvidar. Sé que no fue esa la primera vez que nos encontramos, pero la memoria insiste en recordar esos trasiegos. Eran los años noventa en una residencia universitaria de Santiago de Cuba, es decir, todos pasábamos mucha escasez de todo, pero nos unieron los libros, la poesía y una fe en el poder de la amistad que se mantiene intacta.
Comenzamos a reunirnos por las noches con otros amigos en cuartos donde, entre otras cosas, hablábamos de lo que leíamos. En realidad, leíamos mucho, ojalá todavía leyéramos como en aquellos tiempos, no con los mismos ojos, aquellos eran ojos demasiado imberbes, sino con la misma ambición y el mismo mal, el mal del ímpetu. Bebíamos té de hojas y lo mezclábamos con algún brebaje agradecido de que le llamaran ron. A veces nos quedábamos a oscuras por cortes de electricidad. A veces había algo para comer, arroz con nada y una flauta de pan de tres días. Nos daban las altas horas allí, con todo el asombro y el deseo brutal de ser escritores cuando no éramos más que unos wannabe esperando que la devastación nos encontrara despiertos y con al menos un libro publicado. Pero todo eso de los libros y de ponernos serios llegó mucho después.
En concreto el que llegó a la residencia universitaria con un cuaderno de poemas bastante digno fue Felipe. Así había empezado todo el mundo a llamarlo, no Luis ni Güicho, sino Felipe, dándole al casi siempre ignorado segundo nombre la importancia de los cristianos nombres de antes, los primeros. Pero como ninguno de nosotros íbamos a permitir que nos diera alante con sus poemas le decíamos que los siguiera trabajando. Qué bobos. Eran textos sonoros, pensados para ser leídos en voz alta y escritos con lapicero en un bloc manoseado. Algunos de ellos estuvieron luego en su primer libro, editado por mí en Holguín.
Yo no había conocido a nadie que conjugara tan bien la calle y las lecturas. Había sido carcelero, decía. Venía del preuniversitario militar y estoy seguro de que había leído más que todos nosotros juntos. Pero Felipe tenía además otra condición: sabía mucho de lealtades, pero tenía también algo de huraño, por lo que la lealtad había que obtenerla. No se juntaba con todos. Había una zona opaca de ausencias familiares, rebeldías, una madre sola, un hermano menor, adonde no íbamos a llegar muy fácilmente, el tiempo nos acercaría todavía más hasta poder llegar a conocer ese más allá. Se fue a La Habana a terminar la carrera de Letras. Regresó a Oriente. Hizo teatro y trabajó de instructor municipal. Intentamos elaborar una revista y casi nos incendian la caseta con nosotros dentro. Se abrió un blog, tiró fotos y editó videos. Se enroló en la oposición al castrismo porque no había ni sigue habiendo mayor imperativo moral y por ello sufrió persecución y golpizas, hasta que por fin consiguió salir de Cuba con su familia.
Felipe cuenta mucho de todo eso en las páginas de El ruido de los libros (Media Mix 305, 2025), pero sobre todo habla de cómo fueron sus inicios lectores. Habla de un barracón cañero, de las calles polvorientas de un pueblo azucarero, de una Cuba que, fuera del polvo y la canícula, no existe más. Conocí ese lugar. No era una brodskyana habitación y media, sino apenas media habitación. Y luego también el otro, cuando su madre pudo mudarse a una casa de aquellas llamadas «de bajo costo», no muy lejos del barracón. Su madre le leía historias con esa voz que ningún hombre olvida, una voz que queda sembrada aguardando por el próximo momento que conecte con el principio de los tiempos y reinicie la larga e interminable saga de un lector que insiste y resiste.
Desde ese barracón había escrito unos poemas arduos y pulcros, había leído mucho y mostrado admiración por poetas como Ángel Escobar, y ahora nos cuenta los orígenes de ese largo viaje a todas partes que son los libros y la escritura. Uno escribe porque sedimenta memoria y eso nos evita la pregunta sobre qué vale la pena narrar. Por eso hay tantos que escriben diarios y no es descabellado leer este libro como eso, como un diario trufado de meditación íntima –»Leo más, escribo menos. Hay un juego de desgaste que está marcado desde el inicio»–, con entradas dedicadas a libros y amigos que lo han acompañado en el trayecto.
Escribe sobre un poeta que vive en las calles de una ciudad que alguna vez frecuentamos; sobre una profesora responsable de re-aprender a leer a Dante, Bocaccio y Cervantes; de la revista Bifronte; de la muerte de Ramón Legón y Armando de Armas, y de libros como La otra guerra, de Leila Guerriero, Nuestra hambre en La Habana, de Enrique del Risco, la antología Desde el redil bramo, de poesía cubana de tema carcelario, y La gloria de Cuba, de Roberto González Echevarría, entre varios otros. Las páginas finales son de espesor y rigor porque son el principio de asiento de un futuro libro de memorias del recluta que comenzó a escribir poemas y que yo conocí en el Santiago de Cuba de 1993. Hasta aquí tanta mirada atrás. El pasado es el libro de texto de los tiranos, como dijo Melville.
“Yo soy uno de los reclutas que lo escucha y no sabe que quizá sea uno de los pocos –o el único– que va a escribir sobre esto más de treinta años después…”, dice en una de las páginas donde cuenta sus años entre militares. He hablado del Felipe poeta, pero es él mismo una inteligencia despierta y un hombre que observa allí donde ha estado. Las páginas finales pertenecen por entero a una avidez galdosiana, por aquello que le gusta repetir tanto a Andrés Trapiello: dondequiera que el hombre va lleva consigo su novela, porque a veces hay alguna que se escribe, pero siempre hay una para vivirla. Aunque suscriba también el dicho stendhaliano: desea mucho, espera poco, no pidas nada.
“Escribo a partir de una imagen”, dice Felipe, a modo de poética. “Escribo por necesidad… Escribir es tener miedo de perder el tiempo… Escribo porque siempre tengo dudas de la próxima línea”. A muchos nos sucede igual, pero sin la audacia de reconocerlo. De lo que no hay duda es de que este libro nace de cicatrices múltiples, detalles parcheados de una vida. Si algo tienen en común la memoria y la literatura es el gusto por los detalles. Este libro ha sabido honrar las tres cosas.





