Es ya una liturgia: llegan los primeros fríos de octubre y, con ellos, la feria anual de rumores sobre el Nobel de Literatura. Los medios, obedientes como monaguillos, hacen sonar la matraca de siempre: Salman Rushdie, cuya candidatura lleva más años que la deuda externa argentina; Haruki Murakami, que desde hace dos décadas es “el favorito” y debería estar cobrando derechos de autor por el cliché; Thomas Pynchon, el santo grial de los periodistas culturales, porque su aura de fantasma editorial alimenta titulares; y, por supuesto, César Aira, eterno suplente en la banca, esperando que alguien lo llame a la cancha como quien convoca a un delantero en tiempo de descuento. Calienta que sales.
El espectáculo es tragicómico. Se publican perfiles apurados, ensayos improvisados sobre “la vigencia de su obra”, columnas emocionadas que aseguran que “ahora sí” la Academia se rendirá a la evidencia. Todo adornado con las mismas frases gastadas: “justicia literaria”, “autor de culto”, “premio inaplazable”. Y entonces, el jueves de la revelación, la voz monocorde del vocero sueco anuncia lo impensado: el premio es para una novelista coreana de la que solo se han traducido tres libritos en inglés y dos en esloveno, o para un escritor chino que ni en Pekín invitan a los congresos literarios, o para un tanzano (Gurnah, Gurmah, Gurka… los periodistas tardan semanas en aprender a escribirlo bien) que hasta la víspera era un nombre impronunciable en un catálogo académico.
La carcajada sueca resuena en las redacciones. Y la prensa, en lugar de admitir el bochorno, gira el timón y celebra la “apertura a nuevas voces”, la “diversidad cultural”, el “golpe de efecto”. Wikipedia y Google Scholar se saturan de búsquedas frenéticas: el periodismo cultural mundial corre a disfrazar de entusiasmo lo que en realidad es pura sorpresa mezclada con ignorancia.
Mientras tanto, en el rincón de los grandes ignorados, Jorge Luis Borges sonríe con su ironía infinita: el hombre que reinventó la literatura en español jamás recibió el galardón porque, claro, no era del agrado de un quisquilloso académico merecedor del más universal olvido. Philip Roth murió esperando el llamado de Estocolmo, que nunca llegó, aunque en el camino vio cómo se lo entregaban a autores que hoy solo sobreviven en los índices onomásticos: Vicente Aleixandre, Dario Fo, algún francés más…
Y si hablamos de excentricidades, nadie lo ejemplifica mejor que Bob Dylan: premiado en 2016, pero ausente de la ceremonia, como si un Nobel de Literatura fuera una invitación opcional a un brunch en Estocolmo. La Academia esperó pacientemente su discurso de aceptación durante meses, probablemente preguntándose si Dylan iba a enviarlo escrito en servilletas o a través de un telegrama cantado. Al final, todo llegó en video, con la voz rasgada del bardo y la ironía de un hombre que convirtió la solemnidad del Nobel en un concierto privado. Más de uno se mosqueó haciéndose la misma pregunta de Dylan: ¿no sería todo un chiste nórdico, o en realidad lo premiaron para soñar con la oportunidad de tener su concierto a puertas cerradas, aunque al final tuvieron que conformarse con verlo saltarse una ceremonia a la que envió a una amiga?
Y por si fuera poco, la Academia Sueca también se ve envuelta en escándalos que parecen sacados de una novela de intriga. En 2018, Jean-Claude Arnault, marido de una de sus miembros, fue acusado de abusos sexuales cometidos durante más de dos décadas. Lo que elevó aún más la polémica fue la sospecha de que su esposa, Katarina Frostenson, filtraba los nombres de los futuros laureados a su esposo, quien luego aprovechaba esta información para realizar apuestas millonarias en París. Ante la magnitud del escándalo, varios miembros de la Academia renunciaron y el Nobel de Literatura fue suspendido ese año, una decisión que solo se había tomado una vez anteriormente, en 1949. La imagen de una institución que otorga el más prestigioso galardón literario del mundo quedó en entredicho y dejó al descubierto una trama de secretos, filtraciones y, por supuesto, una buena dosis de ironía sueca.
Lo cierto es que el Nobel de Literatura se ha convertido en una especie de reality global: la quiniela es la alfombra roja, los favoritos son los candidatos mediáticos, y el premio final es el meme que arruina todas las predicciones. La Academia, desde su torre de marfil helada, parece disfrutar del juego: que los periodistas se equivoquen, que los lectores se irriten, que las apuestas se desplomen. Y mientras tanto ellos celebran su auténtica tradición: no premiar a los mejores escritores, sino a los mejores desconocidos.
Quizás el año que viene Rushdie vuelva a estar “entre los favoritos”. Murakami renovará su corona de eterno perdedor. Los suplementos culturales reeditarán sus editoriales optimistas. Y el Nobel, fiel a su espíritu circense, terminará en manos de un poeta uzbeko que imprime sus versos en servilletas de té, o de un dramaturgo de Groenlandia cuyas obras solo se representan con marionetas de foca. Porque, no lo olvidemos, el Nobel no distingue genios: distingue rarezas. Y de eso, en Suecia, tienen el monopolio.
En el fondo, la Academia sueca no premia literatura: premia el desconcierto. Y lo hace con una perversión digna de estudio, como quien disfruta viendo a todo el planeta fingir entusiasmo ante nombres que ayer no sabían pronunciar. Quizá ahí radique la auténtica genialidad del Nobel: en recordarnos que la fama es efímera, que el talento no garantiza nada y que, al final, hasta Borges puede ser ninguneado mientras Bob Dylan se lleva la medalla. Una tómbola literaria disfrazada de solemnidad. Y nosotros, crédulos y masoquistas, seguiremos cada octubre apostando por Murakami, como si el próximo año —ahora sí, ahora de verdad— los suecos fueran a tomarse en serio su propio premio.




