En la novela de Tomasi di Lampedusa, la aristocracia siciliana muere con una elegancia digna de una decadencia autoconsciente. Su caída es una sinfonía menor, pausada, cargada de una belleza que se sabe terminal. El príncipe de Salina, ese felino fatigado, no resiste la modernidad: la contempla, la tolera desde el desprecio calmo de quien sabe que su tiempo ha pasado. Es una danza con la muerte, hecha con pasos de vals y resignación. Nada de eso sobrevive en la adaptación de Netflix.
La serie The Leopard (2025) no captura la decadencia, solo (apenas) la ilustra. Montaje de estampas bellas, desfile de palacios lustrados y trajes que un gran presupuesto hizo posible. Kim Rossi Stuart, como el Príncipe, camina entre escenas con la gravedad de un actor que ha comprendido las palabras, pero apenas el contexto originario que las habita. Hay gestos, encuadres y una banda sonora destacables; sin embargo, falta la muerte invisible que atraviesa cada línea del texto original.
Angelica, interpretada por Deva Cassel (hija de la divina Monica Bellucci), es solo superficie. Donde debería haber ambigüedad, deseo, una sensualidad impregnada de oportunismo, asoma solo una figura hermosa, congelada en sus poses. La serie, temerosa del ritmo lento que exige la verdadera melancolía, acelera, recorta, estetiza. En lugar de presentar un mundo que se desvanece, construye uno que nunca existió.
Las referencias históricas se deslizan como telones de fondo, no como fuerzas vivas. La unificación de Italia, esa tragedia disfrazada de progreso, aparece como contexto decorativo. La verdadera tensión entre lo viejo y lo nuevo se ausenta, dejando solo una exposición de contrastes que no se tocan. Estamos ante una serie que se complace en su propia producción.
Conviene atender a los interiores como se leería una autobiografía secreta: la novela entiende que una clase se narra en su mobiliario, en la pátina de los bronces y en el polvillo que duerme en las molduras. Allí, cada objeto funciona como vanitas domésticas —el reloj detenido, el retrato agrietado, el abanico vetusto— y delata la respiración cansada del linaje. En la serie, las estancias lucen como salas de exposición, superficies sin memoria, damascos sin roce, espejos que no guardan huellas. La casa del Príncipe, que en el libro se despuebla como un cuerpo que enferma, aquí resulta un catálogo; no suena la madera, no huele a cera, no hay flores que mueran en los floreros. Se extravía, con ello, la microfísica de la decadencia, ese repertorio mínimo de signos —un crujido contenido, una lámpara que obliga a bajar la voz, un terciopelo que enseña la gravitación de los gestos— por donde la historia se vuelve estilo. Y cuando la iconografía del uso se borra, lo que queda es mera utilería.
El problema no es que The Leopard sea una mala serie. Podemos catalogarla como una buena serie disfrazada de gran arte. La novela era un epitafio escrito con orfebrería. La serie captura el contorno, pero ignora el espíritu de la Letra. Y en su afán de representar la belleza de lo que desaparece, termina por desaparecer lo bello.
Luchino Visconti, en cambio, comprendió lo esencial. Su adaptación de 1963 no intentó traducir la novela, sino convocarla a través del lente. Su cámara se mueve como si danzara con la muerte misma, otorgando a cada encuadre el peso del tiempo que se extingue. Burt Lancaster, improbable Príncipe, logra encarnar la dignidad herida y la fatiga de clase sin necesidad de subrayar nada. La escena del baile final —larga, hipnótica, casi funeraria— es más fiel al espíritu de Lampedusa que cualquier reconstrucción literal. Visconti no se permite estetizar la decadencia, por el contrario, la respira. Y al hacerlo, logra lo que la serie de Netflix ni siquiera intenta: entender que es necesario que todo cambie para que nada cambie en realidad.
Una adaptación digna de Il Gattopardo debería entender que la verdadera tragedia, más que la pérdida del poder, es la conciencia de que la historia continúa sin necesidad de nosotros. Netflix, en cambio, ha hecho lo que hace mejor: reemplazar la memoria por estética, la profundidad por velocidad, el arte por contenido.
Quizá no nos quede más que aceptar esta adaptación con el mismo espíritu con el que el príncipe de Salina observa la llegada del nuevo orden: sin ilusiones ni esperanzas, pero con una suerte de resignación elegante. Porque si todo debe cambiar para que todo siga igual, entonces también estas adaptaciones, vacías y brillantes, son parte de ese eterno retorno. Y tal vez eso también merezca ser contemplado, aunque sea con la melancolía de quien ya no espera nada.





Exactamente, comparto el punto de vista del autor: Visconti sí rinde un homenaje a la gran novela de Tomasi di Lampedusa.