Toda colección es una forma del delirio. Práctica acumulativa, pero esencialmente estructural, organiza el mundo según una lógica privada, secreta, irreductible a lo útil. Un Wunderkammer —gabinete de maravillas— no reúne solo formas (libros en este caso), acoge vestigios, fragmentos salvados del olvido. Como los ámbares de los naturalistas, cada ejemplar que lo habita conserva un momento detenido del tiempo: una dedicatoria, una firma, un olor, una errata tipográfica, una flor seca, una vieja ficha de biblioteca. En estas presencias acontece la inaudible biografía de cada objeto. Más que un archivo, el Wunderkammer constituye un reino de resonancias simbólicas.
Walter Benjamin, en un breve tratado, recordó que los objetos del coleccionista, más que permanecer en el tiempo lineal, se pliegan como papel de arroz. Cada volumen, al ingresar al gabinete, pierde su biografía pública y se integra a un linaje privado; ya no figura simplemente como una edición, sino como “este” ejemplar, con “estas” manchas, “este” exlibris, “este” pliegue mal cortado que ningún otro posee. Cada imperfección, cada rasgo del papel y la encuadernación, compone un palimpsesto de vidas pasadas y sigilosas travesías, donde el coleccionista se convierte en su fiel guardián. Lo que el coleccionista busca reside más allá de la posesión, ya que encuentra su fin en la reescritura del tiempo a través de sus objetos.
Más que remitir a un género, Prosa del Wunderkammer se acerca a una temperatura existencial. Configura la forma que asume la crítica literaria cuando se contamina de la fiebre del objeto; cuando la mirada erudita resulta insuficiente y es preciso escribir con los dedos, con la yema que palpa el lomo o la cubierta, con el olfato que detecta la acidez del papel. No hay aquí voluntad de catalogación ni afán pedagógico. En cambio, hay un deseo de proximidad. La prosa, al igual que el polvo, se adhiere.
Mario Praz, que consagró su existencia a esa proximidad afectiva con las formas coleccionables, llamó a su residencia museo “la casa de la vida”. Sabía que todo gabinete, en el fondo, representa un mausoleo animado; un escenario donde los objetos antiguos no han fallecido: aguardan su lector, su visitante, su lector físico, o sea, aquel que les otorga una segunda existencia. Más que un lugar de estudio, para Praz la biblioteca actuaba a modo de compañía. En ella los libros no aparecen como fuentes, se imponen como presencias. Cada estantería deviene teatro de sombras.
No se trata de leer libros, se trata de leer ejemplares. Implica ingresar en esa zona ambigua donde el texto se encuentra con su soporte material, y donde toda lectura deviene también arqueología, una excavación entre capas de significado impresas. Esta serie de escritos buscan algo más que resumir contenidos y contextos editoriales. Pretenden gravitar alrededor de ciertos libros raros, primeras ediciones y early printings que habitan un gabinete real —dos armarios de madera de 180 centímetros de alto, por 52 de ancho— y otro imaginario, formado por vínculos afectivos, acústicas estilísticas y accidentes memorables.
Lector enciclopédico y demiurgo editorial, Roberto Calasso sostenía que un libro verdaderamente leído reorganiza en silencio toda una biblioteca. Y que todo acto de lectura contiene, en miniatura, una cosmología. Prosa del Wunderkammer recoge esa idea y la expande; en vez de leer libros aislados, se los inserta en constelaciones, en micro-universos donde Joyce puede rozar a Baudelaire, o donde una carta manuscrita de Ezra Pound se desliza entre dos volúmenes de Proust. La colección, a semejanza del mito, encadena, crea afinidades electivas y —lezamianamente— de “azares concurrentes”.
Para Cyril Connolly, “el único pecado imperdonable en literatura consiste en el aburrimiento”. Pero sabía que el hastío verdadero proviene de la carencia de contexto y no del exceso. De ahí que recomendara rodearse no solo de libros, también de sus márgenes, sus voces colaterales, sus rumores. En ese sentido, toda colección bien armada constituye una forma de conversación diferida; autores que no se conocieron, volúmenes que se miran desde anaqueles distintos, traducciones enfrentadas, citas que viajan de un lomo a otro como polillas errantes.
Prosa del Wunderkammer representa también una forma de resistencia frente a la velocidad del presente: propone la lentitud del goce, el capricho del hallazgo. Aquí se lee mientras se camina por un museo sin plano, dejándose llevar por lo que susurra o habla página adentro. El orden en estas vitrinas se sostiene en las resonancias que sus libros abarcan. Cada volumen configura un umbral.
Una biblioteca representa una autobiografía en forma de anaquel, ha escrito Alberto Manguel. El Wunderkammer sigue la estela de esa afirmación. Autobiografía del lector coleccionista, superando la del lector a secas, busca encarnar en lugar del solo saber. Estos textos nacen —más que del afán por entender— del deseo de conservar la íntima historia de cada objeto-libro.
Dejemos que la prosa fabule, si los libros quieren.
Imagen de portada: Saint Jerome in His Study, de Antonello da Messina (c. 1475). National Gallery, London.





Filoso bisturí, taja en la intimidad de nuestras bibliotecas privadas, aunque hayas tenido que rehacer y rehacer en cada exilio. Suscribo la caracterización.