La historia de la esclavitud y la esclavitud de la historia (3 y final)

Sepúlveda contra De las Casas

La paradoja se da en la persona del propio Sepúlveda (confesor del emperador y considerado una de las mentes más lúcidas del momento). Juan Inés era un humanista respetado, incluso por Erasmo, a quien luego traicionó. Mucho antes de los juicios contra los helenistas españoles, Sepúlveda decidió defender las causas lucrativas del momento: la inquisición y la conquista. De ahí que atacara la reforma luterana y, más tarde por pura coincidencia, disputara los argumentos indigenistas del fraile De las Casas. El libro Demócrates segundo, o de las justas causas de la guerra contra indios  de Sepúlveda, había sido sometido a la censura real para su publicación en 1547.

Escrita en un estilo humanista, la obra exhibe el dialogo retórico de la época, en que un tal Demócrates (alter ego  de Sepúlveda), pronuncia sus mejores argumentos contra Leopoldo, el típico villano luterano. Aquí surge un hecho interesante de la controversia. Si bien Sepúlveda gozaba del favor de la corte, el contexto en que la disputa tuvo lugar tendía a favorecer el tipo de argumento eclesiástico defendido por De las Casas. En esa España tardíamente renacentista, la disputa sobre la política hacia los nuevos súbditos en el Nuevo Mundo era tal que fue preciso que el propio Carlos V intercediera con la junta de Valladolid. El tema por tratar sería si la guerra contra los indios era justa. Presidiendo dicha junta había teólogos de la importancia de Cano, Soto, Miranda y Arévalo. Sepúlveda presentó Demócrates y De las Casas expuso Apología, dedicada a Felipe, hijo de Carlos V, la cual contiene el resumen de sus principios indigenistas.

¿Es legítima la conflagración contra los indios? El dictamen de De las Casas es que la guerra constituye una infracción de la ley natural. En todo conflicto aunque este sea justo, el inocente debe ser protegido de los desastres bélicos. Por ejemplo, el considerar enemigos a los habitantes de una ciudad en sitio es simplemente injusto. En toda guerra siempre habrá que distinguir entre inocente y culpable. Para De las Casas el indio es inocente, pues está exento de toda responsabilidad de las leyes creadas en el viejo continente (dígase que este argumento pertenece a Francisco de Vitoria, teólogo y jurista de la Escuela de Salamanca, considerado uno de los padres del derecho internacional moderno).

Bartolomé arguye que desde lo doctrinal no hay indio infiel, pues este no ha negado a un Dios que aún está por conocer. Desde el punto de vista jurídico, la propiedad del indio no presenta conflicto anterior con ninguna propiedad de la corona, pues han sido conquistados. Por estas razones la guerra no está justificada. La guerra podría justificarse en el caso del infiel o contra el hereje; aunque incluso, en esos casos, sea un último expediente, concluye De las Casas.

En el lado opuesto, Sepúlveda ofrece su visión de la guerra justa empleando gran parte de las doctrinas de San Agustín y Tomás de Aquino. Para ello se apoya en el célebre argumento aristotélico del bárbaro incapaz de gobernarse. Demócrates defiende una causa justa, “que defienden los filósofos más grandes” (refiriéndose a Aristóteles). Afirma que es justo bajo los principios de la Ley Natural y Divina usar la fuerza para subyugar a aquellos que deberían obedecer a otros “pero se niegan a ser gobernados por el imperio”.

Sepúlveda retoma al filósofo macedonio:

Para Aristóteles, un esclavo natural solo es capaz de aprehender, no de tener un principio racional. No solo es necesario gobernarlos, sino que también es en su mejor interés ser esclavizados por un gobernante.

El poder está justificado, por naturaleza, en los que prevalecen “sobre sus inferiores”. Los bárbaros (en este caso, los indios) son inferiores a los españoles… “como los niños son a los adultos, las mujeres a los varones, los crueles a los mansos, los intemperantes a los continentes y los monos a los hombres”. Demócrates esclarece que la Ley Natural exige a “los perfectos que dominen a los imperfectos y los fuertes a los débiles”, de modo que la virtud se eleve por encima del vicio.

La réplica de De las Casas es sugestivamente moderna. Su concepción del problema no dictamina lo que merece o no el bárbaro a priori y de facto por su condición; argumento que De las Casas echa a un lado como dogmático. En su lugar, el fraile sugiere obtener el mismo fin con la acción más justa a la luz evangélica: convertir a los bárbaros pacíficamente a las enseñanzas de Cristo. Dicha idea es más pragmática, avizora y científica en su coherencia.

Por una parte, De las Casas considera al indio en tanto que otro ser humano, es decir, insertado dentro de un sistema legislativo ya existente en el canon legal escolástico. Por la otra, evade el caos y el desastre de la guerra en término de pérdidas humanas y costo en reparaciones. Claro que no se puede entender la madeja de la tesis de Sepúlveda si no se comprende que su más poderoso argumento tiene que ver con las prácticas aborígenes del canibalismo y el sacrificio de inocentes. Para Sepúlveda y para la escuela clásica de derecho internacional encabezada por Francisco Vitoria, dichas prácticas constituyen una ofensa mortal contra los principios civilizados de la iglesia y eran suficientes para justiciar la guerra. Está en juego lo legítimo e ilegítimo en el marco de un nuevo hecho ético y político. Lo que separa una sociedad civilizada de una bárbara.

De las Casas admite casos de antropofagia y sacrificios entre los indios, pero declara que estos constituyen una excepción de la regla. Primero, debe existir una distinción entre paganos e indios (los últimos jamás han oído de las enseñanzas de la iglesia y son, por lo tanto, inocentes). De las Casas acepta que los indios hacen mal, pero esa maldad que acometen, como tal, les es desconocida (de cierto modo apunta a la futura idea de Weltanschauung  del siglo XIX).

En su defensa, De las Casas compara a los indios con los niños, apelando a la inocencia: quien no sabe, hace y lo cree bueno, pese a que esté equivocado. De las Casas separara la maldad aparente de la maldad intencional. A la vez que condena la práctica, absuelve. Si los indios no pueden ser acusados de maldad intencional (aunque sí de la primera), el castigo no podrá ser el mismo para ambas. El correcto proceder conlleva una conversión pacífica. La razón lacasiana adopta una perspectiva crítica, si bien tolerante. Sin duda, esa exposición debió impresionar a los presentes en la disputa donde lo novedoso era su economía. El punto de la inocencia del indio es necesario para que sus vidas sean comprendidas en su justo contexto social. Quizá sin quererlo, el fraile dominico definió limites novedosos entre la intencionalidad del individuo y su relación con el pecado. Dicho de otro modo, la responsabilidad requiere libertad y la libertad, razón. Sin poder escoger entre el bien y el mal, no hay transgresión.

De una manera moderna, De las Casas apunta que el sacrificio humano no es nuevo en la historia (menciona a Abraham como ejemplo). La práctica ha sido común en muchas religiones del mundo, incluyendo a hebreos, griegos y romanos. Para enjuiciar el presente, es necesario comprender las prácticas del pasado, pues esas mismas que condenamos hoy son de cierto modo parte de nuestra herencia. De las Casas no pide absolver el presente, sino entenderlo en su justa medida. El presente debe permitir al futuro lo que es capaz de otorgar al pasado: magnanimidad. Ese concepto lacasiano es muy importante en mi examen. La solución del problema indio radica en una conversión no violenta al cristianismo. Este punto está conectado a otro argumento de importancia y muy cercano al espíritu de la ilustración que se avecina. Es mejor abrazar la fe voluntariamente. La fuerza bruta solo produce resentimiento e hipocresía. Vale la pena convencer a través de la persuasión.

De acuerdo a De las Casas, forzar la religión es contraproducente, pues significa una toma de decisión fundamental para cualquier ser humano. Comparando este momento con el imperio romano tardío, percibimos un cambio en la concepción del derecho del hombre. El problema del esclavo vuelve al tapete; ahora desde otra perspectiva. El derecho que el indio merece coadyuva a entender de qué tipo de derecho se habla. Entendemos mejor por qué la corona española permite a De las Casas explorar el tema de la esclavitud dentro del seno de la alta sociedad española.

La esclavitud de los indios había sido condenada por la propia corona. Hubo un legítimo interés por preservar la seguridad de la población indígena desde el principio de la conquista, pese a que mucho de esa motivación fuese utilitaria. A manera de ejemplos se tienen: las instrucciones a Colón en su segundo viaje, el testamento de Isabel la Católica, el envío de los padres jeronimianos a investigar el repartimiento de esclavos después de las quejas de De las Casas y la política pro india de Carlos V. Ese mismo Carlos que había sido educado en un ambiente humanista liberal, rodeado de consejeros flamencos, para los cuales la encomienda debió parecer algo extravagante, incluso repulsiva. Es precisamente el momento de ascensión de De las Casas en la corte española. Vale preguntarse si la esclavitud europea podía desaparecer inmediatamente después del descubrimiento. Si era o no posible que las ideas lacasianas rompieran la obstinación de esas otras que muy pronto tomarían curso, con la introducción de la trata negra. La esclavitud indígena pudo ser abolida, al menos en teoría.

En el año 1529 el concilio real reunido en Barcelona declara que los indios deben ser liberados y quedar eximidos de hacer trabajos forzados. El edicto insiste en que ningún indio puede ser vendido en encomienda. Luego, en diciembre de ese año, el concilio decide la abolición de las encomiendas. ¿Ironía histórica? Todo cambiará el 18 de noviembre de 1533, cuando los primeros cargamentos de oro del recién descubierto Perú lleguen a las costas de España. A partir de ese momento, la corona cambia su política. Claramente la prolongación de la esclavitud en América tiene que ver con razones de índole económica, sobre cualquier otra consideración de tipo moral.

La esclavitud sobrevivía en un coágulo de ideas que aún la justificaban. Hay corrientes ideológicas que aparentan no existir, aunque subsisten pertrechadas en lo sutil de los párrafos, o en fundamentos ideológicos, presas de intereses siniestros. Ya después del Concilio de Trento, en un clima contra reformista, esas ideas retrógradas se adosan a la llamada Realpolitik. Nada menos que De las Casas resulta el ejemplo más chocante. Es el momento en que el fraile dominico es puesto en el dilema de escoger entre la esclavitud de indios o de negros.

En Historia de las Indias, De las Casas comenta sobre la trata de negros en tono de remordimiento. Cuando se propone la idea de traer esclavos negros como paliativo a la falta de mano de obra india que ya desaparecía, los colonizadores plantean a De las Casas la alternativa de disminuir o terminar el sufrimiento de los indios a condición de usar la mano de obra negra. De las Casas acepta.

Ese aviso de que se diese licencia para traer esclavos a estas tierras dio primero el clérigo Casas, no advirtiendo la injusticia con los que los portugueses los toman y hacen esclavos; el cual, después de que cayó en ello, no lo diera por cuanto había en el mundo, porque siempre tuvo por injusta y tiránicamente hechos esclavos, porque la misma razón es dellos que de los indios.

¿Puede alguien tan avezado en la manera de lidiar de los colonizadores ignorar que al esclavo negro le esperaba tanto o más sufrimiento que al indio? Quien nunca estuvo cómodo con la moral colonizadora, intercede a favor de estos últimos, en el año 1531.

De las Casas acepta que en un momento pensó que el cautiverio de los negros era justo. No ya después, cuando observa …“cómo los hacen esclavos los portugueses”. ¿Puede acaso comprender que (de hacer distinciones entre indio y negro) contradice el espíritu de su propia defensa del indio frente a Sepúlveda? ¿Pensaría acaso que esos esclavos negros eran prisioneros de una guerra justa, o acaso esclavos de otros esclavos?

Nótese que en la época se apoyaba la siguiente distinción (expresada claramente por Diego de Covarrubias):

Entre cautivo y esclavo ay mucha diferencia porque cautivo es el enemigo de cualquiera condición que sea, ávido en buena guerra: esclavo el mesmo siendo infiel, prisionero el que es católico y de rescate.

Sabemos que tal diferenciación no es suficiente. Tanto el negro como el indio no son infieles. Son, de acuerdo a De las Casas, “inocentes” (Bartolomé no usa la palabra esclavo, sino “cautivo”).

Desde nuestro presente parece insólito que las mismas voces que defienden al indio no se inmuten ante la trata que se aproxima (muchas de esas voces vienen del clero). ¿Qué sucede? Acaso la idea de la fuerza animal del esclavo negro, o al hecho de que la trata ya es un hecho entre los tangosmaos antes de la conquista, o a esa otra percepción de que el negro es rebelde e ingobernable. No existe ningún teólogo del sigo XVI, incluyendo a Molina (o Vitoria) que disputara la legitimidad moral de la esclavitud de los negros capturados en guerras justas.

Fray Bernardo de Santo Domingo sugiere que se dé licencia a los españoles para traer negros. El fraile Francisco de la Cruz asocia el color de los negros con una maldición de sus antepasados. ¿Es el negro tan humano como el indio?

Cuando De las Casas admite su responsabilidad, su aceptación, si bien tardía es síntoma de esa tensa ambigüedad de traicionar principios y justificar su circunstancia. Dejemos claro que la trata negrera no depende exclusivamente del veredicto de De las Casas. Por supuesto, la trata de los negros acaece por encima de lo que pudiese pensar o hacer un individuo. Más bien veamos la inconsistencia del fraile como señal apuntando al peso de la cosmovisión sobre el hombre. Era sin duda un espíritu avanzado, aunque preso de las contradicciones propias de su tiempo. Cuando mucho después refiriéndose a los negros dice: “porque la misma razón es suya que de los indios”, termina equiparando al negro con el indio. Ambos merecen el mismo destino emancipador. Quien habla ahora es el cronista cerca de la muerte, pidiendo perdón a Dios por su grave falta.

 

El ayer es una paradoja mal leída

El lento curso de esas ideas habría de contribuir, a fines del siglo XVIII, al desarrollo de la conciencia antiesclavista, ahora desde un paradigma protestante basado en valores cristianos de igualdad y compasión. El conocido texto, Un ensayo sobre la esclavitud y el comercio de la especie humana (1786), de Thomas Clarkson, se apoyaría en las ideas defendidas por Montesquieu y Rousseau así como el pensamiento humanista. El argumento era sucinto y poderoso: si todos los seres humanos comparten una misma naturaleza, la esclavitud es irracional y contraria a la justicia. ¿No fue ese el germen del antiguo ideal senequiano?

Sí, la historia nos aparece, a primera vista, como una mueca trágica, incluso grotesca. Pero ¿no será esa impresión más bien el reflejo de nuestro propio desconcierto? Nuestro pensamiento, anclado en su tiempo, pretende juzgar lo pretérito con ojos presentes —y en ello incurre en una forma sutil de injusticia. Hay una regla, una ley interior de la historia que no deberíamos olvidar: así como hojeamos con severidad las páginas del pasado, así también seremos escrutados algún día desde el porvenir. La aparente contradicción del ayer no es más que una paradoja mal leída. Desde la altura del ideario estoico —que no es resignación, sino lucidez— comprendemos que todo lo acontecido guarda en su entraña una razón suficiente. Lo real es, pues, no sólo lo necesario, sino lo óptimo dentro de su contexto invisible. En lugar de buscar culpables en el pasado, convendría más aprender su lógica: aceptar que cada época obra con la claridad que su horizonte le permite. Y que nosotros, hijos de nuestro tiempo, tampoco vemos más allá de nuestra propia penumbra.

A la luz de esas historias que he conectado un poco apresuradamente, tal parece que la esclavitud fuera siempre una maldad que no pudo verse claramente. Era necesario más tiempo. Es así con el peso de una época que apenas podemos zafarnos de las prácticas del presente. ¿Observamos acaso ahora en 2025 lo que será despreciado en el futuro de 2125? La razón puede elucubrar maldades, pero el presente y el futuro están separados por épocas y sus maneras del ver el mundo no pueden anticiparse en la neblina del tiempo. Es la historia la que va tejiendo en el camino. Una cosa es la historia de la esclavitud y otra, la esclavitud de la historia.

 

Epílogo: Soy Lucterio, el esclavo estoico

Soy Lucterio (aunque ese no es mi nombre entre los libres). Mi dueño me llama “Gaipor”, apodo común entre los esclavos. Mi cuerpo pertenece a mi amo, como la mesa o el fuego que calienta su triclinium. No hay día que no me duela algo; hace tiempo comprendí que el dolor no me define. He aprendido a observarlo y no temerlo.

No tengo propiedad, ni esposa verdadera, ni hijos míos. Pero tengo mi espíritu. Aquí mi amo no puede entrar. Es lo que no puede arrebatarme. Los estoicos dicen que la virtud es lo único bueno, y que depende solo de mí. Que no importa si nací libre o fui capturado en guerra; si actúo con razón y dominio de mí mismo, puedo ser mejor que el propio senador al que sirvo.

¿Qué gano resistiendo mi suerte con rabia? La fortuna gira como la rueda de un molino. Hoy soy esclavo, mañana quizás muerto, y en la muerte no hay esclavitud. Pero mientras respire puedo practicar la virtud: hacer mi trabajo con esmero, no dejar que el miedo ni el deseo me gobiernen, y encontrar dignidad en lo que depende de mí: mi juicio, mi respuesta, mi actitud.

He visto hombres libres que viven como bestias, esclavos de sus pasiones. Y he visto esclavos que viven con más paz que sus amos, porque han domado su alma como un buen auriga a sus caballos.

Así pervivo. No porque espere libertad —eso no me es dado decidirlo— sino porque he comprendido que la libertad verdadera no se escribe en una tablilla de manumisión, sino en el corazón de aquel invulnerable al resentimiento.

 


Imagen de portada: The Slave Ship  (J. M. W. Turner, 1840). Museum of Fine Arts, Boston.

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