¿Tienes 1.6 millones de dólares que te queman el bolsillo y una necesidad urgente de parecer culto sin leer una sola página? No busques más: en Columbus, Ohio, alguien ha convertido la idea de una biblioteca personal en una oda monumental a la alergia al polvo. La llaman “The Book House”, aunque bien podría llamarse en un arranque de originalidad “La Casa de Papel”. Con más de 7,000 libros encastrados en estanterías que cubren hasta el techo y un aire de “villita alemana soñada por alguien que nunca ha estado en Alemania”, este inmueble es la respuesta a la pregunta que nadie hizo: ¿Y si la decoración fuera más importante que la lectura?
El responsable de este templo literario es Guy Marshall, desarrollador y decorador con ínfulas de bibliófilo, quien confesó que compró los libros a 10 centavos cada uno. Lo que se traduce en una inversión de 700 dólares en literatura —más o menos lo que cuesta hoy una cena decente en Manhattan— y 1.599.300 dólares en puro artificio arquitectónico para que parezca que uno ha leído algo más que etiquetas nutricionales.
No se preocupe, no hay primeras ediciones de Faulkner ni manuscritos perdidos de Virginia Woolf. No, mesdames, messieurs. Aquí los libros son accesorios, a semejanza de esos cuadros de frutas en los Airbnbs están ahí para sugerir sofisticación sin el compromiso emocional de entenderlos. Y para los valientes que se atrevan a trepar por las escalerillas rodantes (que por cierto son más decorado que herramienta), no olviden que no hay escalera para subir al conocimiento si todo lo que haces es posar para Instagram.
La casa, con sus ocho habitaciones y seis baños (por si los libros no te dejan dormir tranquilo), puede alojar hasta 24 personas. Nada dice “literatura” como 24 desconocidos conviviendo entre tratados de derecho civil de 1983 y enciclopedias sin uso desde la invención de Google.
Eso sí, el anuncio no se olvida de destacar que es ideal para “entretener”. Porque cuando uno piensa en una buena fiesta, piensa en un salón atestado de lomos encuadernados en polvo y en un huésped explicando por qué “los libros son como ventanas al alma”, mientras usa uno como soporte para la copa de vino.
En redes sociales, los comentarios han oscilado entre el asma inducida por la visión de tanta celulosa mal ventilada, y el horror logístico de tener que mudarse con 7,000 libros que probablemente jamás han sido (ni serán) leídos. “¿Dónde está el inodoro?”, pregunta un usuario angustiado. “Posiblemente oculto tras La historia del vidrio soplado, volumen 3”, le responde otro desde el algoritmo de las redes.
Marshall, con la seguridad del que ha leído El Principito en la universidad y nunca volvió a intentarlo, dice que todo fue creado “para compartir con el mundo”. Porque nada dice “hospitalidad” como alquilar tu fetiche literario en Airbnb a razón de casi 300 mil dólares al año. Muy Kafka, pero con Wi-Fi.
Conclusión: más que un hogar, esta casa es una alegoría arquitectónica. Y jamás sobre el amor a la lectura, sino sobre ese gran invento moderno llamado “aesthetic”. En vez de una invitación a la lectura, aquí se respira el olor de las ideas usadas. Y se estornuda.





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