Fascinación por el abismo. Notas sobre el acto de leer II (final)

Todo el que pasa frente a una biblioteca sin mirarla o detenerse no la ignora: ha sido expulsado por ella.

Como en un poema de Shelley, en el que una mariposa nocturna queda abrasada por la luz, las bibliotecas son hoy como hojas muertas de la civilización, pero todavía en alguna esquina de algún barrio suburbial aparece esa liana de la ambición de un lector. Nadie pregunta ni nadie viene a visitarla, es como el momento vacío de una antigua conversación que ya no encuentra oídos ni atención.

Antes de que un autor muera, ya había sido declarado inelegible por las bibliotecas. Algunos incluso habían llegado antes.

Estreñido si escribes poco. Diarreico, incontinente si escribes mucho. Una taxonomía escatológica ronda al escritor desde el inicio de los tiempos (los tiempos modernos, se entiende) como si nunca se alcanzara la justa medida de lo que se es para unos y se deja de ser para otros. Hay autores de imaginación desbordada que no cesan de producir (ojo al verbo) ficciones vulgares, de usar y tirar, de pronto olvido. La posteridad, siempre caprichosa, no concede por metros de estantería, no transa con la cantidad. Melville consideraba a Hawthorne su maestro. Pero de Hawthorne nos basta con un gran cuento: Wakefield. Ninguna novela suya aspira a competir con una ballena blanca.

Un lector es siempre alguien que ignora cosas. No saber qué hacer con lo que se lee forma parte del saber leer. Leer, además, no es el primer paso hacia la escritura, sino apenas eso, una disposición hacia el acto de la escritura.

Sontag: Mi biblioteca es una acumulación de deseos insatisfechos.

Una biblioteca perdida es igual a un cementerio de borrones humanos. Con la edad llega el recuento de ellas, las que perdimos por mudanzas, migraciones, separaciones. ¿Por qué se lleva todos esos libros? El origen de este ensayo está en esa pregunta. Fue pronunciada por un agente de la aduana cubana, cuando revisó mi equipaje. Son mis libros, apenas pude balbucear. Muchos debieron marchar al exilio con lo puesto, es cierto, pero yo tenía la posibilidad de hacerlo con algún equipaje, máxime cuando éramos tres personas. La pregunta y la forma de responder a ella. La idea de la biblioteca perdida sólo estaba en mí. El asombro de mis familiares y conocidos también me lo indicaba. Nadie concebía la posibilidad de mudar de país una biblioteca. Pero claro, no era toda la biblioteca, sino apenas una parte de ella. Una parte ínfima. Muchos de los mejores libros, debo recordarlo, fueron a parar a manos de amigos que fueron a llevarse su tajada. Dejé que se los apropiaran a sabiendas de que me iba a vivir a otro lugar, donde yo creía que podría recuperar aquellos volúmenes. Van a hacer pronto unos veinte largos años de eso. En todo ese tiempo he alcanzado a quintuplicar la cantidad de libros, pero varios de aquellos no los he podido recuperar todavía.

La biblioteca es mi mapa del mundo y el relato de ese mundo, que es siempre ajeno. Sin embargo, en mis estantes es siempre mío. Mi biblioteca es la forma del mundo y sus sucesos. La adjudicación de una geografía que a veces me contiene y a veces me expulsa como a un iletrado. Es mi paisaje interior. Mi línea del tiempo.

Según Montaigne, cuando los godos devastaron Grecia, uno de ellos salvó las bibliotecas de ser quemadas diciendo que convenía dejarlas a los enemigos como cosa idónea para apartarlos de los ejercicios militares y entregarlos a ocupaciones sedentarias y ociosas. Cuando el rey Carlos VIII, casi sin desenvainar la espada, se vio señor del reino de Nápoles y de buena parte de Toscana, los señores de su séquito atribuyeron tan inesperada facilidad de conquista al hecho de que los príncipes y nobles de Italia se esforzaban más en ser ingeniosos y sabios que vigorosos y aguerridos.

La biblioteca es la coartada de una minuciosidad.

D’Alembert: La avaricia que se desprende de la acumulación de libros puede ser muy sórdida. Conocí a un loco que había desarrollado una pasión extrema por los libros sobre astronomía, aunque no entendía ni media palabra sobre el asunto. Llegó a comprar volúmenes por un precio exorbitante y después los encerraba en un cofre sin siquiera ojearlos. No permitía a nadie que se acercase a ellos. (…) Otro hombre tenía sus libros tan guardados, por miedo a estropearlos, que cuando tenía que consultarlos los pedía prestados a sus amigos. En su biblioteca colgó el cartel «Acudid a los libreros» en previsión de que algún distraído pudiera pedirle un libro. (Enciclopedia, Artículo: bibliomanía)

Poseer una biblioteca privada es recordarse cada día que hay que recomenzar. Mirar los estantes y pensar: hoy es definitivamente mi primer día como lector. Y como lector no tengo pasado, no cuenta. Cada día es un recomenzar.

 

 


Foto de portada: Martha Ma. Montejo, Dunaway Books, St. Louis MO.

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