Una elegía tan preciosa que parece escrita para el alma, cuando en realidad es una mentira perfectamente afinada. Pocas piezas musicales en la historia han logrado lo que este Adagio: sonar a dolor puro y sufrimiento sublime, aunque su pedigrí sea más falso que un bolso de Hermes comprado en un callejón adyacente a la Medina de Marrakech. Lo escuchas y automáticamente tu cerebro procesa: “Uff, esto es antiguo, profundo, casi sagrado”. Pues no. De Albinoni este Adagio tiene lo que yo de barítono operístico. Estamos frente a una fanfiction barroca, de la descarada.
Y la historia detrás resulta francamente deliciosa. Imaginen lo siguiente: en plena posguerra aparece un tipo llamado Remo Giazotto. Musicólogo, crítico musical de renombre, pero con una humildad, digamos, inversamente proporcional a su ego. Este señor asegura haber desenterrado —de entre los escombros humeantes de la biblioteca de Dresde, ¿dónde si no iba a aparecer algo así de legendario?— un fragmento tan minúsculo de bajo continuo, que apenas se leía. Un trocito tan pequeño que, a día de hoy, tiene menos rastro documental que la Atlántida o el dichoso Santo Grial. ¿Y qué hace nuestro genio? Pues, partiendo de esa excusa tan fina como un hilo, monta este adagio con un drama que haría llorar a las piedras más estoicas. Acto seguido, lo presenta al mundo a semejanza de una “reconstrucción”. La traducción real y sin tapujos sería: “Me lo inventé de la A a la Z, pero si le cuelgo la etiqueta ‘Albinoni’, esto se vende como pan caliente”.
Y la jugada le salió que ni pintada. Porque hay que reconocerlo: el Adagio es precioso a rabiar; tan trágica y desgarradoramente bello que parece haber logrado embotellar el mismísimo llanto de un ángel. Pero un ángel con, por lo visto, estudios muy avanzados de barroco. Ahí tienes los violines que se alargan en súplicas que parecen rasgar el cielo, el órgano que te envuelve con un eco de catedral olvidada —sin una sola alma que la escuche—, y unas cuerdas que en vez de acompañar se arrodillan con pompa insuperable ante la desgracia ajena.
Total, que la pieza ha acabado hasta en la sopa. La han metido en escenas de funeral, en esos momentos de «te quiero, pero no me atrevo a decírtelo», en recopilatorios de «Lo mejor del Barroco» con portadas de ruinas melancólicas y palomas volando. Y claro, aunque no tengan ni idea de quién era Albinoni, la mayoría la oye y se queda con esa cara de “uy, qué bello, me elevo, me elevo… me elevé”.
Pero ojo, aquí viene la letra pequeña: no busques la gran iluminación espiritual en esta pieza. La única profundidad que tiene es la que tú decides ponerle, con tu propia capacidad de fabulación. El Adagio no está ahí para consolarte, ¡qué va! Está para seducirte con una tristeza de diseño, muy de boutique. Es esa música que te da un abrazo súper dramático mientras, disimuladamente, te quita la cartera —la emocional, se entiende. Y te deja ahí, flotando en el convencimiento de que, fíjate tú, sufrir con elegancia y una banda sonora de fondo puede ser estéticamente rentable. Un dramón con glamour, vaya.
Así que, para resumir, ni de Albinoni ni del alma, te lo aseguro. Aunque bueno, sí de esa parte del alma que necesita soltar lágrimas, que busca el desahogo, pero siempre con mucha clase, sin que se le mueva un solo pelo, quizás mirando pensativamente por una ventana empañada, esperando que la lluvia acompañe el momento. El soundtrack perfecto para el drama con filtro de Instagram.
Como decía, como escribía, como componía, como pintaba, como esculpía… Quizás la IA nos libre de tantas falsedades. Aunque coincido con Evariste, a lo mejor el falso es tan bueno como el original. ¿Quién sabe?
Muchas gracias por tus reflexiones y por dar a conocer aspectos tan increíbles de esta No obra de Albinoni. ¿Éxtasiados? Quizás, pero despiertos. Muy despiertos.