Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, hoy dejé caer en tu buzón Valéry. Tratar de vivir, la biografía escrita por Benoît Peeters, publicada por Ediciones del Subsuelo (en traducción de Mateo Pierre Avit Ferrero). En sus páginas, lo que se cuenta no es exactamente “una existencia ejemplar”. Peeters reconstruye a Valéry como si organizara una colección de miniaturas rotas: fragmentos cotidianos —cuadernos, digresiones, renuncias— elevados a la categoría de código secreto. El lector atento no encontrará demasiado drama, sí una sucesión de ecuaciones donde el signo vital se expresa a manera de sombra.
Desde las primeras páginas gobierna un examen diáfano. Peeters no propone una biografía al uso, con infancia luminosa, juventud atribulada y vejez conclusiva. Lo que levanta es un mapa oblicuo de un hombre que pasó gran parte de su vida preguntándose qué significa exactamente estar vivo. Y más aún, de qué modo escribir ese estar. Para el biógrafo, Valéry fue una mente que se plegó sobre sí misma hasta convertirse en forma. Cada entrada del diario, aforismo, movimiento de su vida mundana, se lee similar a la oscilación entre pensamiento y forma, entre cuerpo y espíritu.
La famosa “Noche de Génova”, ese arrebato metafísico que hizo al joven Valéry renunciar a la literatura sentimental, se presenta como corrección de rumbo en el cuaderno de un cartógrafo que ya ha oído a las sirenas y no se deja engañar. El resultado es un hombre que convirtió la conciencia en una forma de arquitectura interior. Cada decisión posterior —rechazar la novela como género, refugiarse en el pensamiento abstracto, guardar distancia de los afectos— parece obedecer a una disciplina diseñada para evitar que la experiencia contamine la claridad.
Lo destacable resulta la constancia con que Peeters sigue ese trazo “invisible”. No dramatiza ni embellece. Permite que Valéry sea eso que fue: una inteligencia atrapada entre el deseo de decir y la necesidad de callar. Sin embargo, el libro está lleno de pasajes donde el detalle biográfico —la amistad con Mallarmé, una carta a Gide, un paseo interrumpido por el insomnio, la pasión tardía por Catherine Pozzi, su matrimonio lleno de indiferencias— relampaguea con una extraña ternura. De manera que, a pesar de todo, Valéry fue también un cuerpo incómodo que envejecía y dudaba, deseaba y sufría. Ahí asoma un Valéry pedestre, casi incómodamente mundano, que por un instante se distancia de la vida glacial de la mente. Esos pasajes resultan interrupciones necesarias en una partitura cerebral.
Y sí, existen dos Valérys, aunque uno sospecha que él habría preferido decir que hay dos máscaras y una sola voluntad. Está el de los versos esculpidos, que escribe epitafios en mármol de Carrara, y está el otro, el que madruga con la mente afilada y escribe sin tregua sus Cahiers, como si la conciencia fuera una máquina que, si no se usa, se oxida. Peeters no elige entre ambos. Prefiere el claroscuro, los lugares donde el poeta se vuelve lógico y el lógico se deja alcanzar por la música. El primero busca perfección; el segundo, claridad. Ambos huyen del sentimentalismo, pero por caminos distintos. Uno lo reemplaza por ritmo, el otro por precisión. Juntos, forman una entidad que camina la cuerda floja entre la percepción y la idea.
A medida que el libro avanza, uno comprende que no se trata tanto de seguir la vida de Valéry, sino de acompañar su pensamiento, que se mueve en espiral: retorna, revisa, modifica. Lo interesante no resulta solo lo que decide, también la forma en que duda. Las escenas dramáticas —por ejemplo, su vida laboral, funcionario en el “Ministerio de la Guerra y luego secretario de un anciano impedido”— se presentan con la misma compostura que un teorema. Catherine Pozzi entra cual herida sentimental, Gide aparece con sus brillos y sombras, y Mallarmé como esa constelación que Valéry nunca abandona del todo. No hay efusión, ni siquiera en el dolor. El pathos aquí es elegante, disimulado, el de una inteligencia que casi siempre —más allá de cartas en exceso amorosas y algún que otro evento que lo contradiga— consideraba la emoción un desvío inaceptable.
Peeters, con su estilo limpio y atento, sabe cuándo retirarse. Nunca interpreta más de lo que la evidencia sugiere. No necesita inventar un Valéry accesible, ni modernizarlo para nuestras sensibilidades rápidas. Su mérito es restaurarlo, cual pieza de relojería, dejando a la vista su mecanismo. Así, Valéry. Tratar de vivir se convierte en algo más que una biografía. Hypocrite lecteur, tienes en tus manos un ensayo sobre el esfuerzo de sostener una identidad hecha de ideas, una vida que se quiso forma pura:
“Me niego al grupo, a todos los agrupamientos que no son por sí mismos sino la contradicción del intelectual. No firmo manifiestos. No hago política. Para mí el intelectual siempre es un solitario, cuya función, sea cual sea su oficio, es aumentar el capital de las cosas de la mente”.
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Esta tarde, mientras el cielo de New Orleans se empastaba con ese azul sucio que precede a las tormentas de confesiones, me crucé con la señora Maribel Fortenberry, ex pianista de hotel y actual consultora informal en temas de desesperanza lúcida. Me pidió que le recomendara un libro “donde el autor piense tanto que se le olvide sentir”. Le regalé mi ejemplar de Valéry. Tratar de vivir, el que venía leyendo con lápiz y superstición desde hace semanas. “No hay nada más conmovedor —le dije— que ver a un hombre evitando la emoción con tanto fervor que termina esculpiéndola”.
Maribel, que asegura haber dormido con la primera edición del primer volumen de los Cahiers bajo la almohada durante un verano particularmente errático, me respondió que, si este libro no la hacía llorar, al menos la haría ordenar sus armarios. Y partió calle abajo, con el paso exacto de quien busca simetría en vez de redención. Viéndola alejarse, supe que este oficio mío —andar dejando libros en buzones ajenos— es también un modo de tratar de vivir.
Sagaz y sugerente… Felicitaciones. «Valéry. Tratar de vivir» invita a un diálogo entre Emil Cioran y Benoît Peeters, asistir a esa conversación imaginaria entre sus respectivas visiones de Valéry.
Me alegra que Eloise, nuestra célebre cartera, reconozca el peligro actual de las «sensibilidades rápidas».