Otras crónicas de la Pequeña Habana

VOGUE, VERSAILLES, VENEZUELA

Momento pequeñohabanense: dos croquetas de bacalao, un jugo de naranja, un café con leche, varios ejemplares de las revistas Vogue y GQ en español —esta última con George Clooney y Brad Pitt en la portada, sesentones vestidos de blanco, gafas oscuras, metidos en el agua de Venecia—; una señora que habla por teléfono casi gritando; un avión que pasa (siempre hay un avión que pasa en Miami); una paloma que muerde los restos de un pastel de guayaba; balada baladí en los altavoces; bakery de Olga y Juan, dos cubanos triunfadores: “su historia… un ejemplo de que el Sueño Americano es aún alcanzable”.

Un señor colombiano me pregunta si se puede sentar en mi mesa. Tiene unos setenta años. Estamos sentados afuera. Al rato, comienza a hablar:

—Este bakery es una maravilla, pero mi preferido es Versailles, el restaurante. Esos pasteles de carne son los más sabrosos del mundo. Yo trabajé por años en La Carreta, en Kendall. No le voy a decir que era jefe, porque eso sería mentirle. Yo era un simple bus boy. Pero qué bien comía. Los cocineros me hacían hasta churrasco de desayuno, porque yo les traía tragos del bar y me hice su amigo. Estoy muy agradecido con este país. He pasado mis trabajos, he tenido altas y bajas como todo el mundo, pero nunca he tenido que dormir en la calle o recoger comida del piso para comérmela. Hay gente que habla mierda de este país, pero yo no.

En ese momento, se nos acerca una mujer canosa, alta, de unos sesenta años. Pregunta por los ejemplares de GQ  y Vogue. Habla español con un acento que no puedo distinguir, definitivamente no es su lengua materna. Le digo que, al parecer, son gratis y los dejaron ahí para promocionar las revistas.

—Pero están en español —le advierto.

—Yo leo en español —responde—. Soy rumana, pero viví varios años en Venezuela. Llegué a ese país durante el gobierno de Rafael Caldera, y cuando ganó Hugo Chávez en 1999, me fui, porque ya yo había vivido mi cuota de socialismo en Rumanía. El comunismo es muy lindo, pero de lejos. Que lo disfruten otros, no yo.

Me pregunta de dónde soy.

—Cubano.

—Cubano, para variar —dice riéndose.

El colombiano se levanta y se monta en el bus que acaba de llegar. Me despido de la rumana. La brisa huele a café y a pastel de guayaba.

 


JUGO DE MESSI

Es una mañana fría en Miami. Me abrigo antes de salir en mi bicicleta híbrida (aún no sé qué es una bicicleta híbrida, pero suena bien).

En una esquina de la Calle Ocho, observo una extraña confluencia: tres gallinas, tres carritos de supermercado, tres testigos de Jehová en trajes oscuros y camisas de cuadros.

Más adelante, frente al Tower, un gallo suicida intenta cruzar la calle. Lo logra y se acerca a mí, que trato de fotografiarlo. Noto que le falta una pata y me da lástima. Pero no. No le falta. Simplemente tenía una de las patas recogidas. Quizás sea un truco para estafar turistas.

Afuera del Parque del Dominó, los jugadores esperan que el lugar abra. Conversan animadamente. Uno cuenta que hace un par de minutos la policía se llevó a una turista que caminaba completamente desnuda. Le pusieron una capa de nylon y la metieron en el carro patrulla.

—Tremendas nalgas —remata.

Otro cuenta que se había afeitado la barba porque se estaba pareciendo a Fidel Castro.

—A ese singao no hay quien se parezca —le dice su interlocutor.

En las afueras del supermercado Presidente, un hombre en silla de ruedas pide limosna debajo de un anuncio que reza: “Entre los grandes”.

En el mercado Los Pinareños, veo un cartel escrito a mano sobre un pedazo de cartón que anuncia: Jugo de Messi. Intrigado, pregunto de qué está hecho.

—De banana y menta —me responden.

Ya en casa, escribo esta crónica y empiezo a leer un libro titulado “La alegría de las pequeñas cosas”.

 


POLICÍA Y CIRUJANO

Lo veo entrar en la gasolinera de la Calle Ocho y la 17 Avenida. Parece estar comprando algo, aunque desde donde estoy parado, junto al puesto de flores, no puedo distinguir claramente qué está haciendo. Es mulato, relativamente alto, canoso, de ojos color miel. Lleva un saco gris que le queda bastante holgado. Vive en la calle.

Hace poco lo vi durmiendo tranquilamente a las afueras de Matanzas Discount, justo a la hora pico de esa parte de la Calle Ocho, cuando todo es más bullicioso. Me saluda y me pregunta si soy cubano.

—Habanero —le respondo—. De Marianao.

—Yo soy de Centro Habana.

 —¿Cómo te llamas? —le pregunto.

—Lázaro, pero me decían El Pirry en San Isidro y San Ignacio, donde me crié. Trabajaba en el Hospital Miguel Enríquez como policía y cirujano.

Me mira fijamente y repite, como para convencerse a sí mismo:

—Policía y cirujano.

Luego se despide y sigue su camino hacia el este por la Calle Ocho.

 


CONCRETO

No sé si viste que acaban de ponerle el último eslabón al arco del triunfo que están construyendo ahí enfrente, me dice desde su cama improvisada, cubierta de flores del flamboyán, debajo del cual ha hecho su refugio cerca de la I-95, en el downtown de Miami.

La nueva cocaína de Miami es el concreto. Tiene a todo el mundo high. En todos los sentidos. Fíjate en las concreteras. Hay más que Teslas —y eso es mucho decir. Están everywhere, en cada esquina. Los tambores giran sin cesar, y muchos tienen unas rayas blancas y rojas como caramelos gigantes. Caramelos pa’ los developers. Azúcar, decía Celia, que Dios la tenga en la Gloria no Estefan. A mí me parece que la gente se congrega en los sitios de construcción pa’ ponerse highcon el olor a concreto. Tú pensarás que es jodedera mía, pero es verdad.

 


EL HOMBRE DE LA CAMISA ROJA

Palenque Pizzería está situada dentro de una gasolinera Marathon, justo frente a Miami High, en la Calle Flagler y la 25 Avenida.

Es un lugar interesante, porque es como el parque de un pueblo de campo en Cuba: se reúnen ahí todo tipo de personajes peculiares. No es que vayan a echar gasolina o a comprar pizza. Van a sentarse, a conversar, o a ver las horas pasar. ¿Qué sé yo?

El asunto es que, cuando voy a entrar a la gasolinera, una señora de unos sesenta años —de pelo largo, delgada, y vestida con una camisa de hombre que le queda grande— me abre la puerta y me dice, con mucho misterio:

—Tenga cuidado con el hombre de la camisa roja, que es un embustero.

Entonces entro a la gasolinera y miro hacia todos lados en busca del hombre de la camisa roja, pero no lo veo. Recojo las pizzas y, cuando salgo, le digo a la mujer:

—Oiga, no vi al hombre de la camisa roja.

Y enseguida me responde:

—El hecho de que usted no lo haya visto no quiere decir que no esté. Pero cuando lo vea, ni lo mire que es un embustero.

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