“La gente, toda, parece sustituible, salvo
aquellos pocos que se llevan partes de nosotros
que no pueden ser sustituidas”.
La tumba sin sosiego
La muerte de Cyril Connolly les parecerá a muchos de sus amigos la pérdida de una parte muy autoconsciente de sí mismos. En su drama interior, que se hacía notar en su conversación, con frecuencia nos encontrábamos desempeñando un papel. A uno se le asignaba un personaje cuyo diálogo inventaba él, en una brillante parodia. “El obispo Spender dirá ahora unas palabras”, empezaba, y me endosaba un sermón entero. Lo que improvisaba en son de broma podía volverse serio sin que hubiese un brusco cambio de tono. Era el espectador de su propia vida, como si esta fuera una ficción vivida. Cuando hace un tiempo le pregunté por su hijo de dos años, contestó: “Es como una película que no se detiene y de la que uno no soporta perderse diez minutos”.
Todas sus impresiones y relaciones las transformaba en su mundo privado, donde los valores eran absolutamente personales. Era incorregiblemente él mismo, subjetivo, lo que a veces quería decir egoísta. Pero también era alguien muy sociable. Compartía su ego con sus amigos como una broma privada y, a veces, trágica.
Tanto física como espiritualmente, había un lado superficial de Connolly. Sería tentador retratarlo como un “personaje”. Aparece en novelas de Nancy Mitford y Evelyn Waugh, y fue el protagonista de numerosas anécdotas. De gran cara redonda, ojos atentos, nariz chata, frente abombada —sobre la que era fácil imaginar una peluca como la de Gibbon en el grabado que sirve de frontispicio a muchas ediciones de Decadencia y caída del imperio romano—, pudo haber sido retratado o caricaturizado en un café junto al deán Swift o el doctor Johnson. Tenía el sentimiento romántico de lo clásico, como un hombre sensible del siglo XVIII. Amaba la cultivada naturaleza mediterránea, la arquitectura neoclásica, la aventura amorosa como intercambio de encanto físico y comprensión aguda. No era un romántico del siglo XIX porque, aunque perfeccionista, no creía en que el hombre fuera perfectible. Tampoco era un esteta: le disgustaba la década de 1890 y tenía muy poca relación con sus contemporáneos de Oxford durante la década de 1920, que fueron “los Estetas”.
La cualidad de un instrumento sensible que pasara de pronto de la risa a las lágrimas, e incluso produjera acordes que combinaran ambas, se me hizo evidente como nunca antes hace unas semanas, cuando lo visité en un sanatorio donde se estaba muriendo (“No recomiendo la muerte”, dijo, y “Estoy muerto para este mundo”) y empezó a contarme varias cosas de su vida que no le había oído antes. Estaba rellenando los huecos del relato. Y sin tener del todo la intención de serlo, resultaba involuntaria, irresistiblemente —instintivamente, podría decirse— chistoso al hablar de muchas cosas y mucha gente. Pero cuando llegaba a episodios dolorosos, se llevaba las manos a la cara y lloraba.
Se conmovía con facilidad hasta las lágrimas, a veces por razones profundas y genuinas, y a veces por razones triviales —las lágrimas de un niño mimado de la civilización. Durante una cena en un restaurante, que nos ofrecieron en ocasión de alguna aburrida conferencia del PEN Club, estaba sentado frente a mí y vi que sus ojos se le llenaban de lágrimas y le corrían por las mejillas. De pronto, se levantó de la mesa, vino hacia mí e insistió en que cambiásemos de lugar. El motivo era el intenso aburrimiento que le producía la conversación de la periodista sentada a su izquierda.
Visto así, desde fuera, sería fácil de caricaturizar, con su extravagancia, su indolencia, sus deudas, su manía de coleccionista y su reserva de excusas por la obra maestra no escrita. Sin embargo, para sus amigos tenía una conciencia que trascendía esas características y cualidades. Era un temperamento que brotaba a borbotones, una vida muy consciente de sí misma.
Al pensar en él, imagino que lo veo leer estas líneas y que dice, con su voz deliberadamente neutra y una expresión impasible, casi de autoparodia: “Así que es eso, Stephen. Eso es lo que pensamos, ¿eh? ¿Estamos completamente seguros? Qué interesante”. Y luego, con cariño: “El Hermano Mayor está observando”.
* * *
En el primer volumen de su autobiografía publicada hace poco, Kenneth Clark escribe que cuando ambos estaban en Oxford, Connolly era “sin duda el estudiante con mayores aptitudes de su generación”. Y continúa: “El lastre de la promesa colgaba ya de su cuello”. Esto me recordó un pasaje de La tumba sin sosiego en el que Palinuro-Connolly observa de manera críptica: “El ser una promesa es la carga del niño blanco”. Probablemente haya aquí una referencia a una de esas escenas de su infancia que Connolly volvía a dramatizar casi a diario en el recóndito teatro de su conciencia. Esta escena, como me la describió alguna vez, ocurrió en un camarote de barco cuando tenía seis años y su madre, que iba a acompañarlo a Inglaterra, cambió repentinamente de parecer y decidió quedarse en Sudáfrica con su esposo, mientras Cyril viajaba solo con su niñera. Lo importante de esta parte de su vida, tal como él la contaba, fue que siempre sintió que eventualmente —entre un torbellino de maletas a medio hacer y ropas tiradas en desorden por todo el cuarto— la mujer que estuviera más cerca de él lo iba a dejar. Parecía necesitar garantías y seguridades triples por parte de las mujeres, pero si recuerdo la anécdota es porque ayuda mucho a la hora de explicar ese “lastre de la promesa”. Cyril era el talentoso hijo único que fue castigado cuando su madre rompió su promesa implícita de no abandonarlo. Sin embargo, castigó a su vez a su madre, al no satisfacer nunca por completo las grandes esperanzas que ella había puesto en él. En Eton y Oxford lo consideraban prometedor, pero no podía triunfar de maneras convencionales. En la escuela, su verdadero éxito —que le permitió ser elegido para un puesto estudiantil— no era escolar, ni atlético, ni siquiera literario. Consistía en ser chistoso:
“Connolly se está haciendo el chistoso”; se corría la voz y pronto había yo reunido una multitud. Esto me encantaba y me hacía cada vez más chistoso hasta que pasaba, con toda naturalidad, a las lágrimas. “Ahora Connolly ya no es chistoso; ha ido demasiado lejos”, y el grupo se dispersaba y me abandonaba, con la excepción de algún amigo verdadero, que se quedaba para estudiar la psicología del maniaco-depresivo. “Pero si te estabas haciendo el chistoso hace un momento”. “¡Oh, buu, buu! ¡Ojalá estuviera muerto!”
Este pasaje aparece cerca de otro, con el cual seguramente tiene una misteriosa conexión:
…se me ocurrió que mi nombre y yo éramos algo aparte, algo que ninguno de los otros chicos era o podía ser: Cyril Vernon Connolly, una especie de “soy el que soy” divino, que yo llevaría conmigo toda la vida y depositaría al final en mi tumba, como un perro de caza con un trozo de palo.
Ser chistoso era, en Cyril, una expresión espontánea de todo su ser. No era sólo hacer chistes acerca de algo, sino practicar una especie de acrobacia del espíritu, una forma de decir “soy lo que soy”; y, por lo tanto, se aproximaba a lo trágico. También era una forma de tener éxito sin satisfacer las esperanzas ortodoxas —sin llegar a la altura de lo que prometía, sin cumplir su promesa.
El nombre que le daba a la obra que quería escribir y que, sin embargo —dadas las circunstancias tremendamente frustrantes de la vida moderna— había todas las razones y excusas del mundo para que no fuera capaz de completar era la “obra maestra”. La “obra maestra” era una concentración de la vida del escritor realizada en el interior de un artefacto perfecto, el fruto de su secreción de experiencias sensuales, y también de la inteligencia y la dedicación. Su romanticismo lo llevaba a concebir los clásicos latinos, griegos y franceses, no como obras de escritores que habían apagado sus personalidades sino como voces subjetivas de sus aventuras amorosas, de sus sufrimientos, de sus pasiones individuales. El “clasicismo” estaba en la civilización latina o francesa que los rodeaba, con las creencias, los mitos, los paisajes cultivados, las ciudades y el apoyo a las artes que proporcionaba. Palinuro deja bien claro que las condiciones que hacen posible la producción de la “obra maestra” ya han desaparecido de la faz de la tierra:
Tres requisitos para una obra de arte: validez del mito, vigor de la creencia, intensidad de la vocación. Ejemplos de mitos válidos: los dioses del Olimpo de la Grecia antigua, la ciudad de Roma y más tarde el Imperio romano, el Cristianismo, el descubrimiento del Hombre en el Renacimiento, prolongado en la Edad de la Razón, los mitos del Romanticismo y del Progreso Material (¡qué poderoso el mito de la vida burguesa en las grandes obras de los pintores impresionistas!). La fuerza de la creencia en un mito cuya validez va decreciendo no producirá un arte tan grande como la fuerza de la creencia en uno que sea válido; y ninguno es válido hoy en día. Sin embargo, ningún mito carece por completo de valor mientras haya un artista que tenga fe en él.
¡Ah, el pasado cuando una obra maestra era suficiente para mantener una reputación de por vida. Catulo, Tibulo y Propercio caben enteros en un sólo tomo; Horacio y Virgilio tampoco requieren más de un volumen, y lo mismo ocurre con La Fontaine y La Bruyère. Un solo libro en toda una vida; el resto es gloria, sosiego y libertad del Angst. ¡Tan indulgente era la naturaleza! Con que solamente pudiéramos escribir un buen libro cada doce años habríamos igualado a Flaubert. Voltaire escribió Cándido a los sesenta y cinco años: Peacock su Gryll Grange a los setenta y cinco; Joinville comenzó su Vida de San Luis a los ochenta. El desperdicio es una ley del arte tanto como de la naturaleza. Siempre hay tiempo.
Este pasaje es revelador tanto por lo que afirma como por su condición de hazaña. Establece las condiciones necesarias para escribir una obra de arte de tal manera que esa tarea parece ya imposible. Pero también proporciona una cláusula de escape: la esperanza en que, de todas formas, un artista, dondequiera que sea, por medio de un acto de fe, podría lograrla.
Luego recurre a ejemplos de logros pasados que, aunque son estímulos, también son excusas. “Siempre hay tiempo” bien podría ser el lema de una víctima de los enemigos de la promesa. Pero lo singular en este pasaje es el tono de seriedad a punto de caer en la comedia. Palinuro casi nos hace un guiño cuando señala que Joinville pospuso la escritura de su obra maestra hasta los ochenta años. Y sin embargo, persiste en su expresión de seriedad, puesto que el traicionarse es su verdad esencial, su fórmula para hacer un éxito del fracaso al tomar el fracaso como tema.
Si La tumba sin sosiego califica de obra maestra, ello se debe a que es de esas obras modernas cuyo tema es una persona de sensibilidad poética en una situación que hace imposible darle realidad a su visión. Tiene la visión de la visión que no ha tenido. Ve a las sirenas, pero sabe que no cantarán para él. Algunos personajes de Henry James (Strether, por ejemplo, en Los embajadores); el Prufrock de Eliot; el Mauberley de Pound, son personae de este tipo. Es cierto que Palinuro resulta una figura mucho más autobiográfica que cualquiera de ellos: no es más que el pseudónimo literario de Connolly. Pero al cavilar sobre su autoidentificación con el piloto virgiliano que se cae por la borda y se ahoga, Connolly ha poetizado y dignificado el fracaso cómico dándole la profunda melancolía del amante culto y melodioso, cuya mente está llena de la literatura y las mujeres que ama, y que ha adquirido una sabiduría aforística.
La tumba sin sosiego tiene entonces derecho a ser llamada una obra maestra no-obra maestra, de un tipo peculiarmente moderno. Esto se refleja en su estudiado carácter fragmentario, como el de todos esos dibujos, mensajes crípticos, tipografías y grabados que contiene la famosa caja de Marcel Duchamp. O mejor, más que a una caja se parece a una botella con mensaje, echada al mar de la eternidad por un perturbado Palinuro, poco antes de perderse.
* * *
El talento cómico de Cyril era esencialmente mimético, como lo es toda comedia. El comediante revela verdades acerca de su propia naturaleza que son ciertas para toda la naturaleza humana, o la mayor parte de ella, pero que a los demás les impide revelar su preparación, o sus costumbres, o el sentido de su propia dignidad. La actuación del comediante es un deformado espejo de feria en el cual la gente se ve transformada, y ríe. El talento de imitación cómica de Cyril, combinado con su profundidad, se revela en su actitud hacia los animales, como se muestra, por ejemplo, en los pasajes de La tumba sin sosiego sobre los lémures que tenían él y su primera esposa. Cuando escribe acerca de los lémures, escribe sobre sí mismo, sobre su sueño de una unión infinitamente creadora del ser con una naturaleza placentera en la cual la obra maestra es reemplazada por la vida:
Haber puesto el pie en Lemuria es haber estado junto a las fuentes misteriosas de la existencia, haber conocido lo que es vivir íntegramente en el presente, volar a través del mundo verde a cuatro yardas sobre el suelo, sentir el sol, el calor, el amor y el placer tan intolerablemente como los vislumbramos en nuestros sueños despiertos, y haber oído ese grito desgarrador del solitario o el abandonado, que nos devuelve a nuestra aurora original. Agrestes rostros espectrales de un continente perdido que pronto estará extinto.
Cyril escribe que a la edad de diecisiete años renunció a “tratar de ser chistoso”. Sin embargo, lo chistoso fue sustituido por esa parodia espontánea en la que se zambullía de pronto y en casi cualquier ocasión, y que consistía en que el comediante ponía a la fuerza el espejo frente a la cara de la víctima. Sus sentimientos hacia los animales le permitían parodiarlos como si fueran seres humanos. Una vez, cuando estábamos buscando camarones entre las rocas, hizo una repentina imitación de un camarón topándose con la red y tratando de escapar de ella. Y sus descripciones de la gente casi en cualquier momento podían ser interrumpidas por la imitación, por ejemplo, de una amiga que se maquillaba. Sin detenerse, pasaba de hablar de ella a ser ella, sosteniendo su billetera como un espejito de bolsillo, usando una pluma fuente como si fuera una borla de polvo, escupiendo en la palma de su mano para pintarse las pestañas. Un día empezó a contarme que creía que cuando dos mujeres se veían por primera vez deberían intercambiar de inmediato sus bolsas de mano, e hizo una improvisación de cada una de ellas revisando el contenido de la bolsa de la otra, a la que vigilaba de reojo.
Tenía una fuerte tendencia Walter Mitty que se resolvía en autoparodia. Una vez él y yo estábamos de invitados en un yate que alquilaba la baronesa A., viuda junto con su hijo y su hija, todos ellos desmesuradamente ricos. Cyril no tardó en fantasear que se casaba con la baronesa. Dos espectadores de pie en el muelle de algún puerto mediterráneo, al ver una vela blanca en el horizonte, dirían: “Voyons! C’est le yacht du baron Connolly!”. Al llegar al puerto abriría una cuenta de banco, y el cajero que estaría tras la ventanilla le diría: “Monsieur le baron, c’est un somme sérieuse”. Creo que fue en aquel crucero que el hijo del barón, que era banquero, se lamentó con Connolly de que todos los que iban en el yate estaban enamorados de todos los demás, con excepción de él mismo, de que las vidas de los artistas eran por lo visto mucho más divertidas que las de los banqueros, y que estaba considerando seriamente dejar la banca y convertirse en artista. Cyril dijo: “Sabe, yo no haría eso, porque si hay algo en este mundo que sea más triste que un banquero es un banquero sin banco.”
Connolly haciéndose el chistoso. El humor podía ser involuntario, la inconsciente parodia de sí mismo hecha por alguien completamente absorbido en su propio drama interior. Durante la guerra, en un momento en que su vida amorosa era un desastre, me dijo: “Nunca volveré a creer en ninguna mujer. He sido completamente fiel a dos mujeres durante cinco años, y ahora las dos me han sido infieles”. Estoy seguro de que entonces no pretendía ser chistoso.
Otro ejemplo de su espontaneidad, más que de humor estudiado o una respuesta aguda… Poco después de la guerra, estábamos en Venecia y caminábamos por la Plaza San Marcos cuando desde el otro lado de la plaza vino hasta nosotros un agresivo joven de barba enmarañada y dijo: “¿Es el Sr. Connolly? ¿Sr. Connolly, ¿por qué aceptó usted un cuento mío para Horizon en 1940, lo mandó a componer, me envió las pruebas y luego no lo publicó?”. La expresión de Connolly cambió del susto a la blandura, y contestó: “Porque era lo suficientemente bueno para aceptarlo y maquetarlo, pero no lo bastante como para publicarlo.” El joven desapareció de nuestra vista como si se lo hubiese tragado la tierra.
A los de Bloomsbury no les interesaba Connolly, al que consideraban alguien desmedido y extravagante. A ellos les gustaban el vin ordinaire y los sándwiches, mientras que él prefería los grands crus y las trufas. Forster observó que Connolly “desacreditaba el placer”; Virgina Woolf, que no le agradaba “el fanfarrón Connolly”. La idea que tenían los de Bloomsbury de las exigencias de la vida de un artista estaban resumidas en el lema de Virginia Woolf para su joven escritora ideal: “Una Habitación con Vistas y Quinientas Libras al Año”. El contralema de Connolly era Un Útero con Vistas, preferiblemente del Mediterráneo, y unas cinco mil libras al año.
Cyril hablaba en sus libros de sus actitudes, su cafard, su angustia, su sentido de culpa, su indolencia, su ansia de adquisición, y también de su amor por la literatura latina y francesa, por sus amigos, por la naturaleza y los animales. En realidad, era un hombre de ánimo imprevisible, y todas esas actitudes son expresiones de sus estados de ánimo. Ciertas cualidades, como lo cómico y su contrario, lo melancólico, permanecen sin cambios. También es cierto que, de manera algo infantil, le gustaba siempre lo mejor, o lo que él creía que era mejor: el mejor vino, la mejor comida, la mejor porcelana, los mejores libros. Aparte de coleccionar libros, en lo cual era un experto, sus conocimientos eran dudosos. Una vez cené con él en Londres, donde le enseñó su colección de porcelana a un suizo que era una autoridad en la materia. Después de cenar, me encontré solo en un taxi con el suizo, que hundió la cara entre las manos y gimió: “¿Debería habérselo dicho? ¿Debería habérselo dicho?”. “¿Haberle dicho qué?”, pregunté. “Que su muy hermoso vaso de porcelana con una hilera de orificios alrededor de la base no tiene ningún valor a menos que se tengan las cucharillas de plata que deben ir en esos orificios”.
Cuando pensaba en comprar un coche era el bobo ideal para automóviles con nombres como Sabre y Scimitar. Lo que Yeats escribió sobre Keats resume muy bien la pasión de Cyril por las cosas ricas:
Cuando pienso el él veo a un escolar
con la cara y la nariz aplastadas contra el cristal de una dulcería.[I see a schoolboy when I think of him,
With face and nose pressed to a sweet-shop window.]
O tal vez —hasta que empezó a coleccionar libros en serio— era como una de sus mascotas felinas, con ojos sorprendidos por todo lo que brillaba, y luego, de pronto distraídos. Lo que lo atraía era la idea de lo mejor, incluso cuando había perdido todo gusto por la cosa misma; y esta idea también estaba unida a la de su cálida hospitalidad. Para la fiesta de su septuagésimo cumpleaños se tomó el gran trabajo de visitar al chef del Hotel Savoy y preparar la comida culminante de su vida. Miró a sus invitados comiéndola y apenas la tocó, porque ya estaba enfermo y la comida y el vino le daban náuseas. La idea de lo mejor a veces le explotaba en la cara como una bomba. En un baile de los años cincuenta le presentaron a la princesa Margarita. Le pregunté qué había pasado y dijo (como anoté en mi diario):
Cuando nos presentaron, pensé que diría: “¡Cómo!” ¡El gran Cyril Connolly!”. En vez de eso, ni siquiera me miró, sino que pasó a toda velocidad seguida por una dama de compañía que decía: “¡Qué carácter! ¡Qué carácter!”.
* * *
Horizon fue fundada poco antes de la guerra, y el primer número salió en septiembre de 1939, a pesar del inicio de ésta. Nuestro común amigo, el misteriosamente elegante, admirablemente rico y muy querido aficionado al arte, Peter Watson, pagaba las cuentas. Me pidió que fuera coeditor, con Cyril, en caso de que éste se fuera o perdiera el interés. En realidad, fui yo quien dejó la revista, porque pronto me di cuenta de que Cyril era un editor ardorosamente comprometido cuya personalidad dio a Horizon su idiosincrasia. La revista realmente le ofrecía el “escenario” perfecto, no para escribir la obra maestra, sino para trabajar intensa y apasionadamente y con el apoyo de un patrocinador ideal. También lo ponía en contacto con lectores en quienes podía pensar como individuos. Sus “Comentarios” se leen como cartas y siempre están dirigidos a una persona o a gente concreta, no a una colección abstracta de “unidades sociales”.
Peter me dijo una vez, en un momento de divertida y casi admirativa exasperación, que Cyril era un editor tan maravilloso porque llevaba Horizon como si fuera la encargada de un burdel, exhortando a sus escritores a que exhibieran sus encantos y considerando a los lectores como clientes de la casa. Si había una pizca de razón en esto, podría decirse que nada era más necesario en tiempos de guerra que un burdel humanístico. Pero en realidad las nueve décimas partes de los logros de Horizon eran mucho más que eso. Lo que hizo Cyril en los primeros años fue mantener una actitud sumamente compleja de apoyo a la guerra, e incluso al gobierno, insistiendo en que aquello por lo que estaba peleando Inglaterra incluía a su cultura viva, mostrando que la seriedad se podía combinar con la sátira y que la frivolidad era un valor entre otros valores. Mantuvo Horizon asombrosamente abierta e informada, no sólo en cuanto a lo que le estaba pasando a Francia y a los escritores franceses, sino también en cuanto a la opinión norteamericana.
Al releer Horizon en estos días me sorprende el buen juicio político que mostraba Cyril en sus observaciones. Se debe recordar que aquella era una época en que The Times celebraba el comienzo de la guerra con un editorial donde se tachaba de irresponsables a aquellos intelectuales que se habían opuesto al fascismo cuando The Times trataba de vender la idea de un entendimiento con Hitler; en que una gran cantidad de los jóvenes no combatientes eran pacifistas; en que el editor del New Statesman iba por ahí sugiriendo que debería haber una paz negociada. Connolly, por otra parte, apoyaba la guerra con toda su alma, viendo al mismo tiempo que una Inglaterra diferente, no la Inglaterra de las escuelas privadas, debía surgir de ella, y que esa Inglaterra debería representar algunas de las cualidades de las que D. H. Lawrence era el símbolo. En uno de sus comentarios cita un pasaje de Pansies, y añade:
Esta poesía de cartel, esta literatura para escribir en las paredes son necesarias hoy, y aún más necesarios son el humor, la lucidez y la imaginación libres que están detrás. La Inglaterra de hoy sabe cómo pelear. Si quiere encabezar Europa, también debe saber cómo vivir, porque no se puede crear una nueva Europa sobre la base de las virtudes insulares: valor, resistencia y xenofobia. Al leer a Lawrence, uno se da cuenta de los cambios radicales de temperamento y punto de vista que se deben hacer, y cuán lejos estamos de hacerlos, cuán fuerte sigue siendo la Inglaterra de su enemigo Baldwin.
Buena parte de esto sigue siendo cierto incluso hoy, y todavía es necesario advertir acerca de la xenofobia en una época en que tantas voces se alzan en el Partido Laborista a favor de la política que quiere cortar nuestros lazos con Europa. Los “Comentarios” de Cyril Connolly se deberían reimprimir. Están muy bien escritos, y son un raro ejemplo de la forma en que la escritura política se puede combinar con la pasión civilizadora.
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La semana pasada uno de sus amigos de toda la vida me dijo por teléfono, después de oír la noticia de su muerte: “Ahora me siento más muerto”. Esto expresa lo que pensamos muchos de nosotros: que la suya era una vida compartida por otros como una historia que todos vivimos. Otra forma de decirlo sería que en Connolly había una veta de poesía que acompañaba siempre a sus acciones y su conducta. Hubo unas cuantas personas con las cuales no se comportó bien, pero lo perdonarán por su poesía, de la misma forma en que uno perdona a los personajes escandalosos de las obras de Shakespeare porque no son simplemente escandalosos ni simplemente personajes. Son una parte esencial de la poesía misma.
[Traducción de Ernesto Hernández Busto.
Publicado originalmente en Times Literary Suplement, Londres, 6 de diciembre de 1974.]