Berliozianas: Rigoletto

Aquí llega Rigoletto, la ópera donde Verdi demuestra que no hay venganza, maldición ni plan maestro que pueda contra la descomunal fuerza de la estupidez humana. Manual de autodestrucción lírica que, narrado entre fanfarrias y secuestros mal pensados y decisiones paternas, haría temblar a cualquier terapeuta.

La historia no podría ser más edificante: Rigoletto, bufón profesional y campeón olímpico en sarcasmo, humilla nobles en nombre de un duque cuya libido haría de Zeus un estudiante de seminario. Todo va bien —o funcionalmente mal— hasta que Rigoletto descubre que no se puede ser cruel, criar en cautiverio a una hija angelical y esperar que el universo no te facture con intereses.

El duque de Mantua, criatura frívola y magníficamente odiosa, canta sobre la volubilidad femenina (La donna è mobile, himno nacional de los narcisistas) mientras seduce a Gilda, que en su infinita inocencia cree que el amor verdadero viene disfrazado con sueldo de actores de bulto.

Musicalmente, Verdi se ríe en la cara del decoro. Questa o quella suena como el opening de un bar de solteros desesperados, mientras los dúos y tercetos son pura dinamita emocional disfrazada de polifonía elegante.

¿El final? Una gloriosa hecatombe. Rigoletto, en un acto de brillante idiotez, contrata un asesino. Pero Gilda, diplomada en malas decisiones, se lanza al sacrificio. Rigoletto queda solo, sosteniendo el cadáver de su única esperanza, mientras la ópera entera se ríe elegantemente de él, de usted y de tutti quanti.

La censura de la época, siempre alerta, obligó a cambiar un rey por un duque inventado, como si eso lavara la sordidez. Hipocresía en fa mayor.

Rigoletto es una ópera para los que saben que la vida no premia a los buenos, que la inteligencia no vacuna contra el dolor, y que confiar en hombres que cantan bien suele terminar en tragedia.

 

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