Un pequeño Apocalipsis

Concluyen mis clases vespertinas. Los alumnos se han dispersado pronto. Dejo el envoltorio protector del antiguo seminario y salgo a la noche, vigilado por los bustos de Caballero y Varela que me miran con órbitas indiferentes.

Son apenas diez metros hasta la esquina y diez minutos hasta que llegue el taxi que he pedido, pero la espera me dispensa diez minutos de terror. Me rodea La Habana Vieja a oscuras que, aunque no haya sonado el cañonazo de las nueve, hace mucho que es tarde para permanecer en ella. Abundan las historias de violencia. Los edificios ruinosos, el hombre que fuma arrimado a un muro, la bahía violácea enfrente sin la luz de un solo bote, componen una novela gótica con sus espectros y sus vampiros. Es imposible encender la linterna de un teléfono o llamar a alguien, inmediatamente vendrá uno que ha estado emboscado tras un farol o un chasis oxidado a arrebatártelo, aunque sea el teléfono más viejo del mundo occidental.

Llega el auto. El chofer apenas me hace dos preguntas y quedamos en silencio. Se ha enterado de que soy profesor. Eso lima su miedo a que yo pueda asaltarlo y a la vez le incomoda tener un cliente que apenas pagará la tarifa establecida que es la mitad de mi jubilación, pero andar medianamente seguro tiene un precio y soy de los que no pide servicios adicionales: ni tabacos, ni llegar a un restaurante que paga comisiones, ni conseguir mujeres. Soy solo un viejo apurado por retornar a su casa.

En silencio hacemos el camino. Callados y a oscuras dejamos atrás la terraza solitaria del bar Cabaña y frente a la embajada española, ahora con los portales desiertos, sin las muchedumbres matutinas que se aglomeran reclamando una visa, puedo discernir apenas el contorno del monumento a Martí, porque están extinguidas las farolas del parque de la Avenida de las Misiones, venido a menos.

Más allá el Parque Central donde solo resplandecen el café del Louvre que ya no es el de Maceo ni el de Casal, sino un sitio donde recalan un par de decenas de turistas, continuamente asaltados por vendedores de flores, peluches, fotografías o de invitaciones a una noche más movida. Luego, el Gran Teatro de La Habana, encendido desde el piso hasta las torres, engañoso como una vieja maquillada. Desde hace años su legendaria sala está cerrada, dicen que la devora el comején y no hay modo de detenerlo, pero el caparazón guarda sus apariencias. Por fin, pulido y solitario en su orgullo, brilla el Capitolio. En su cúpula arde el oro de Moscú como un sinsentido.

Al llegar a la calzada de Reina comienza la disolución sin resplandores. Destrucciones tras destrucciones: del edificio del periódico El País brotan aguas sospechosas. Hace rato que lo abandonaron a los espectros de Alfredo Hornedo y Pablo Álvarez de Cañas. Cada portal mal encubre la suciedad, la aglomeración, la miseria.

Algunos prefieren pasar el apagón a la puerta de su hogar en espera de una brisita redentora y hasta hay quien en medio de la noche que es más noche quiere venderte frituras, caramelos, preservativos y sustancias innombrables.

Solo con el trayecto desde el palacio de Aldama, víctima de una histórica maldición, hasta la iglesia del Sagrado Corazón con su torre rodeada por armazones y vendada quizá hasta el fin de los tiempos, Lezama hubiera podido forjar otra novela para que completara una trilogía con Paradiso y Oppiano Licario. Sería el barroco deconstructivo, las peripecias de la ciudad que se deshace: las ruinas vuelven al paisaje originario de manglar, caleta y aldea precaria, sin embargo, el paisaje humano, sucio y distópico, se desliza por un agujero en el reino vigilado por Minos y Radamanto. Ciudad mugrienta donde los fantasmas aplauden a los que ruedan por la boca del infierno bajo el peso de tantos pecados capitales propios y ajenos.

Si alguna vez el antiguo teatro Tacón reabriera sus puertas tendría que ser con La condenación de Fausto de Berlioz, si no es con Edipo rey o Ubu roi que es casi lo mismo.

Debo indicar al conductor que no me deje justo a la puerta de mi edificio pues su portal está rodeado por una ancha zanja de aguas negras mi Estigia particular—, sino casi en la esquina, para saltar casi a salvo de esas corrientes. A mis espaldas la portezuela del auto se cierra con cierta violencia. Otro pasajero que paga el precio exacto. Otra mala noche para ese médico que sobrevive tras el timón después de una noche de guardia, si no es que se trata de un militar jubilado cuyas hazañas en tierras de África ya solo recuerdan algunos camaradas cuando se encuentran en la interminable fila para comprar pollo o detergente.

No debo sorprenderme cuando remonto la escalera gracias a la linterna del teléfono. Hace mucho rato que quitaron la electricidad y, desde luego, resulta bastante incierto saber cuándo la devolverán. Estoy solo, tanto como para escuchar los bostezos del microondas y la olla arrocera en la cocina. No es difícil encontrar en la despensa una lata olvidada de corned beef. Olvidada no, relegada, por eso es la única en aquel espacio. Era fácil predecir, es una materia parda, pegajosa y picante. Y comer directamente de la lata con una cuchara de sopa los manuales de urbanidad han sido derogados en vista de la oscuridad y la cotidianidad precaria empeora la experiencia. Por eso decido ir a comerla en la terraza.

Al menos puedo divisar que dos cuadras más allá alguien ha iluminado su vivienda a giorno como hubiera escrito en alguna crónica el ya mentado Álvarez de Cañas. No solo resplandecen sus habitaciones, sino hasta la lámpara de tres brazos que preside su balcón vacío. Es un imperativo categórico porque resulta que es dueño de un generador de petróleo y no solo necesita electricidad como todo el mundo, sino que está obligado a exhibir a varios kilómetros a la redonda esa posesión como quien muestra un blasón de nobleza. Esta no es ya una sociedad de obreros y campesinos, tampoco de burgueses y proletarios, sino de gente que tiene luz y de otros que estamos a oscuras. Así de simple, con perdón de los sociólogos y de la prensa, oficial o independiente.

Cuando uno está en una mecedora, comiendo solo y mal, empieza a rumiar cosas. Me da por acordarme de que Cintio Vitier inició el prólogo de su poemario Vísperas en 1953 con estas palabras:

Publicar poemas, en nuestro país, se ha reducido a la categoría y majestad del acto puro. Ninguna vanidad, ilusión o complacencia puede mezclarse a ello, y si no se fundara en el esplendor de lo gratuito, de lo que pertenece a las fuerzas más desinteresadas del espíritu, sería imposible justificarlo en forma alguna.

¡Ah, Cintio! Prefiero retener lo del “acto puro” aunque a estas alturas nuestra pureza sea dudosa y eso del desinterés del espíritu. Al menos tú escribías a la luz del imposible, pero ser escritor en Cuba hoy tiene una mayor condición de acto gratuito. Es como sacar agua de un pozo para inmediatamente verterla dentro.

Solo pensar en que lo escrito se convertirá en libro es una operación arriesgada del espíritu: o no hay papel en absoluto para imprimirlo, o no lo hay en relativo porque tus renglones no son dignos de publicar entre los elegidos o quizá eres tú mismo el que no es pertinente para quienes deciden qué lugar ocuparás en la república de las letras. Claro que las redes sociales permiten hoy lo que añoraron un Arenas o un Piñera, enviar con un golpe de tecla los libros a otra parte donde tomarán cuerpo glorioso en los laberintos de Amazon y quizá un amigo, o un curioso los compre, aunque nadie en tu país se entere o se interese en enterarse.

Y aquí se entromete el viejo Tallet para recordarte con un verso suyo que alguien que sea poeta acá tiene para casi todos la categoría de “comemierda” y encima está el peso de la vida día a día: puedes ganar un premio y hasta lograr que aparezca el volumen, pero igual tendrás que hacer otras cosas, confesables o inconfesables, si quieres sostener a tu familia y poner en la mesa algo de comida todos los días; pueden elegirte académico, pero no tendrás dinero suficiente para ir y regresar en transporte público porque ya casi no existe y lo del taxi es si acaso para llegar vivo a la casa un día particular cuando sales del trabajo.

Si eres todavía más afortunado hasta puedes ir a una feria del libro extranjera, pero tus libros y tu propia persona son invisibles para casi todos y solo interesas para que te pregunten, en público o en un rincón, con maldad o condescendencia, o con ambas juntas, que por qué en tu país suceden tal cosa y tal otra…

En realidad escribir hoy aquí en esta ciudad, en esta calle, en este apartamento a oscuras, es un gesto irracional de terquedad, una ocupación de viejo, algo que mis antepasados calificarían como “una mala maña” que no solo tiene escaso futuro, como ya anticipaban Cintio y José Zacarías, sino ningún tipo de presente. Es como jugar front tennis y que la pelota rebote una y otra vez no en tu raqueta sino contra tu rostro. Al final es un vicio solitario como ese de los adolescentes, tan condenado en otro tiempo o una impertinente ansia de figurar en el mundo literario, esa sociedad supuestamente exclusiva aunque cada día se parece más a un asilo de ancianos y no a cualquiera de ellos, sino a ese de la calzada de la Reina que huele a mugre y a ilusiones muertas.

A veces creo que vivo en un cuadro de Antonia Eiriz. Uno de esos en los que la fatalidad se pasea por el lienzo. Por eso la condenaron a trabajar el papier maché y a darle colorido con sustancias tan elegantes como el mercurocromo. Horror.

Estoy por concluir aquel bodrio que hará que despierte con acidez mañana cuando diviso primero una luz, luego otra. No es el avión que pasa un poco después de las diez. Son más luminarias que surgen como de la nada y luego caen. Lluvia de estrellas le llamaban los que no sabían de meteoritos. No creo en astros fugaces y mucho menos en pedir un deseo. Sencillamente me interrogo sobre si estará llegando el apocalipsis, aunque sea uno pequeño y particular para la isla y recuerdo la profecía de Daniel que hace unos días leí en el templo:

Mas en aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que está por los hijos de tu pueblo; y será tiempo de angustia, cual nunca fue después que hubo gente hasta entonces; mas en aquel tiempo tu pueblo escapará, todos los que se hallaren escritos en el libro. Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua. Y los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad.

Es un hermoso texto, hecho como para devolver la esperanza, primero a los israelitas que estaban en la cautividad de Babilonia, luego lo leyeron con optimismo los antiguos cristianos y seguramente hoy lo han hecho otros en Haití, en Ucrania y a ambos lados de la franja de Gaza. Sin embargo la cuestión del fin de los tiempos es asunto complicado hasta para los doctores en Escatología y no se puede saborear con la boca llena del peor corned beef ruso.

Absurdamente me da por recordar mi salida reciente del zaguán del antiguo Seminario de San Carlos y especialmente los dos bustos, el de José Agustín Caballero y el de Félix Varela y pensar que ellos, con sus cuencas ciegas que han presenciado escenas de lágrimas, despedidas, asaltos y hasta asesinatos, quizá han podido horadar la oscuridad habanera y ver esas luces que caen, como un signo de cambio mínimo, quizá el que nos merecemos.

3 comentarios en “Un pequeño Apocalipsis”

  1. José Prats Sariol

    Saludo Al amigo Roberto Méndez, ahora exiliado en Extremadura. Bienvenidas crónicas disidentes como esta. Nunca es tarde para nada, ni a los 67 años.

  2. Me gustó mucho ésta crónica, apesar de ser desgarradora y un tanto apocalíptica, es nuestra triste realidad, escrita de la manera en que solo tú sabes hacerlo, poniendo tu punto de humor, tu cultura y sapiencia de lo que fuimos, de lo que somos y de lo llegaremos a ser si desgraciadamente se sigue por este camino, túnel adentro, sin tocar fondo. Es triste, por lo realista. Tratemos de no perder la esperanza y que la vida nos alcance para ver algo mejor

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