Bloomsday: Una comedia hiberniana en dieciocho horas

En una cena en el Cantón del Tesino, casa con muchos libros, me pongo a hojear el  Ulises de Joyce en la edición Mondadori, lo empecé hace muchos años y lo dejé enseguida… es ilegibilidad pura, el interminable conato jodedor de un libidinoso impotente crónico, con triste penuria de genio, un embudo de fealdad en el que acaba la gran época de la novela. Coloco el libro en su sitio, amén.
Guido Ceronetti

 

Cada 16 de junio, en una muestra anual de fervor literario y masoquismo erudito, el mundo celebra el Bloomsday, esa jornada dedicada a revivir, paso a paso, pensamiento a pensamiento, el recorrido de Leopold Bloom por las calles de Dublín. Se trata de una conmemoración tan excéntrica como su objeto de culto: Ulises, de James Joyce. Entelequia narrativa que logra hacer de un día común una experiencia más larga que un invierno sin calefacción. Único día del calendario en que miles de personas fingen estar leyendo un libro del que no pasarán de la página diez.

Ulises es una catedral gótica de palabras. Descomunal, intrincada, admirable desde lejos y completamente inhabitable. Uno lo admira al igual que a una tormenta desde una terraza, con copa en mano y sin la menor intención de entrar. Joyce ha sido elevado por generaciones de lectores-esgrimistas que confunden complejidad con profundidad y densidad con divinidad. ¿Qué nos ofrece Ulises? Un día entero reducido a una eternidad de pensamientos redundantes, impulsos reprimidos y metáforas que se multiplican como hongos en pan húmedo. Y, sin embargo, lo amo como se ama a un pariente insoportable que canta en los funerales y se lleva las servilletas del restaurante. Porque en el fondo, nadie como Joyce para recordarnos que el genio y la indulgencia pueden compartir cama, desayuno y delirio tipográfico.

Para enriquecer esta reflexión, he convocado para Bookish & Co. a una selección internacional de reconocidos críticos literarios y entomólogos (sic), quienes, como buenos expertos en lo minúsculo y lo escurridizo, han aportado sus visiones sobre esta obra escrita por una mente poseída por enciclopedias y tormentas. Qué el planeta emita su juicio.

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Étienne Dubois (Francia):
Cierta élite literaria, envuelta en tweed y embriagada por su propia erudición, celebra el Bloomsday como si el universo se hubiera detenido para observar a un hombre comprar riñones en Dublín. Para una mirada francesa, acostumbrada a las desgracias meticulosamente organizadas de Flaubert, esta celebración huele a queso olvidado: exuberante, excesiva y un poco rancia. Joyce, ese bárbaro genial, inventó un laberinto donde él mismo es el Minotauro, y los lectores, pobres Teseos sin hilo de Ariadna. Por ejemplo, pone a sus personajes a decir dislates por el estilo de “Un cadáver es carne descompuesta, y ¿qué es el queso? El cadáver de la leche”. Ulises es prosa indigesta —una choucroute mental servida fría— y, sin embargo, cada año almas valientes se lanzan a él, convencidas de que el caos es una forma superior del arte.

Dr. Klaus Morgenstern (Alemania):
¿Dieciocho horas de narrativa para describir una caminata urbana? Ulises representa, sin duda, la decadencia del tiempo como herramienta narrativa. Aquí no hay desarrollo, ni clímax ni ordnung. Es como si Joyce hubiera leído a Hegel y decidido hacerle bullying: “Descansa. Ha viajado. ¿Con? Un niño. El niño. (Un niño pasa por el torno). Una nube. Una nube pasa. Está casi dormido. Está casi despierto”. ¿Lo ven? Lo que para algunos es un monumento a la conciencia moderna, para nosotros es un tratado involuntario sobre la ansiedad estructural. No hay tesis ni antítesis, solo un borracho caminando hacia una cama con su esposa adentro y Shakespeare en la cabeza. Si esto es arte, entonces la Crítica de la razón pura es una comedia romántica.

Vittorio Lazzari (Italia):
Una novela que raya en la ópera bufa. Ulises es el equivalente literario de una misa de cinco horas en latín sin coro, sin incienso y con un cura que habla solo de su infancia traumática. ¿Dónde está la pasión? ¿Dónde el drama? ¿Dónde está el momento en que alguien grita “mamma mia” y se lanza al río por amor? Nada, solo perlas como estas: “Ay esa bella eso fue lo único verdadero en la vida y él dijo hágase tu voluntad y yo le di la flor de mi cuerpo y él me apretó contra la pared”. Solo flujo de conciencia, riñones fritos y monólogos internos que hacen que incluso Leopardi parezca un influencer optimista. Joyce ha hecho de lo cotidiano una religión, pero sin milagros ni redención. Es una ópera sin música, solo el libreto leído en voz baja por un señor que lleva sombrero. Sin embargo, el mundo aplaude. Pues claro: el arte moderno adora lo incomprensible. Si mañana alguien publica un menú de restaurante con notas al pie en sánscrito, seguro gana un premio. Y ahí estaré yo, comiendo pasta, viendo desde lejos cómo queman incienso frente a un libro que nadie entiende, pero todos fingen venerar.

Arkady Petrov (Rusia):
No podemos evitar ver en Ulises la confirmación de que el alma occidental está perdida, y que el hombre moderno, como Leopold Bloom, vaga no solo por Dublín, sino por un mundo vacío, sin Dios, sin destino ni propósito. Joyce, en su brutal lucidez, ha creado un ataúd verbal para el espíritu. Todo está ahí: la soledad matrimonial, la banalidad glorificada, el pensamiento obsesivo que gira y gira como una rueda de carreta rota en el lodo existencial. Tovarich, degusten este fragmento: “La vida de un hombre de algún valor es una alegoría continua, y muy pocos ojos pueden ver la alegoría”. Nosotros lo leemos y decimos: “pobrecito”. Porque en Rusia, si uno va a sufrir durante mil páginas, al menos alguien debe morir, o redimirse, o prenderle fuego a algo. Pero aquí, ni siquiera eso. Solo el lento desfile del alma alienada, tomando té con pan con manteca, mientras el reloj avanza, cruel, sin sentido. Es La náusea, antes de Sartre, pero con más referencias a Shakespeare y menos alcohol del que sería prudente.

Marcelino Quevedo (España):
Ulises es una exageración. Nosotros, que llevamos siglos lidiando con novelas largas y personajes que se pasan capítulos enteros hablando con mulas muertas o confundiendo molinos con gigantes, podríamos tener algo de paciencia… pero esto ya roza el masoquismo lector. No hay trama ni honra que salvar, ni siquiera un duelo decente. Solo un señor que da vueltas por Dublín como si buscara unas bravas en domingo. ¿Y para qué? ¿Para mostrar que la vida moderna es absurda? Gracias, ya lo sabíamos. Aquí llamamos a eso “irse de cañas con tus amigos del instituto”. El Ulises de Joyce es como una tapa de callos que te sirven fría y sin pan: todo muy artístico, pero nadie se lo quiere acabar. Eso sí, todo el mundo finge haberlo leído, como se finge haber entendido a Góngora. En el fondo, lo que molesta no es que sea ilegible, sino que encima te lo vendan como imprescindible. ¿Frases como estas lo son?: “El señor Bloom, caminando, se vio un poco impedido por las pequeñas y rápidas nubes de mosquitos que en julio aparecen a lo largo del río”. Pues mire, señor Joyce, si tengo que elegir entre esto y el Lazarillo, me quedo con el pícaro: al menos ese tenía hambre, pero no delirios de inmortalidad literaria.

Hendrik van Daalen (Países Bajos):
Ulises es como construir una represa para contener una inundación. Nosotros apreciamos la eficiencia, la claridad, y las ideas que caben en un solo párrafo sin explotar por los bordes como una bicicleta sin frenos cuesta abajo. Joyce, en cambio, parece decidido a convertir cada pensamiento trivial en un laberinto de tres pisos con ventanas al subconsciente. Todo está saturado: de símbolos, de referencias, de palabras que podrían decir algo, pero prefieren hacer surf sobre sílabas. Si un holandés escribiera esta novela, sería un folleto de seis páginas con un mapa, un horario y un final útil. ¿Dónde está el sentido práctico? ¿Dónde el ahorro lingüístico? Aquí no hay canal que contenga tanto desbordamiento: “Bronce por oro oídos los cascos de herradura, de acero sonando imperthnthn thnthn”. Y lo más curioso: ni siquiera es divertido. Si vas a torturar al lector, al menos ofrécele un buen queso, una cerveza fría, o un descuento para el museo. Pero no: Joyce lo único que sirve son riñones y culpa católica, y encima en porciones de veinte páginas.

Solveig Nystrom (Noruega):
Ulises se lee como un invierno que no termina. Largo, oscuro y lleno de pensamientos que no llevan a ningún lugar salvo hacia adentro, a una cueva emocional donde uno se encuentra con la voz de su madre y la receta de albóndigas. Joyce, con su infatigable exploración del yo, parece convencido de que cada pequeña acción contiene un océano. Nosotros, los nórdicos, no discutimos eso. Lo que nos incomoda es el ruido. Hay demasiada palabra para tan poca salvación. En nuestras tierras, cuando un hombre camina todo el día sin sentido, se lo considera un síntoma, en vez de obra maestra. No obstante, aquí celebran ese vagar como un espejo de la condición humana: “¿Dónde estaba Moisés cuando se apagó la vela? / Ese era el primer punto, dijo Stephen. / La lámpara había sido encendida. Moisés no había venido. Era la hora más oscura”. Pues bien. En el Norte, también miramos por la ventana y pensamos en la muerte, pero no lo convertimos en una novela de mil páginas. Lo escribimos en un haiku, lo lanzamos al fiordo y seguimos con nuestra vida. Porque el silencio, al menos, no pretende ser revolucionario.

Haruki Aoyama (Japón):
Ulises es una experiencia profunda e insistentemente ruidosa. Es una novela que no permite respirar, que empuja cada pensamiento al lector como si temiera que el silencio lo devorara. Nosotros encontramos profundidad en lo breve: una flor que cae, una taza vacía, una página en blanco. Joyce, en cambio, parece temerle al vacío como a un fantasma: “La conciencia de Dublín de 1904, en su totalidad, solo podía aproximarse mediante la percepción simultánea de todas sus partes, sus habitantes, sus pensamientos, sus acciones, sus pasados y sus futuros”. Todo está lleno. Cada página rebosa de referencias, de fragmentos, de densidad hambrienta de significado. En Japón, un hombre caminando por la ciudad durante un día podría convertirse en una novela también, pero en ella los momentos se susurrarían apenas. La ausencia de palabras diría más que cualquier flujo de conciencia. Ulises es un jardín sin espacio entre las piedras: desbordante, abrumador, casi impaciente. Y eso, curiosamente, es la forma de soledad occidental.

Tariq El-Gamal (Egipto):
Ulises es una prueba de que los descendientes de los bárbaros del norte aún creen que lo complicado equivale a lo eterno. Nosotros, que escribimos en piedra y levantamos imperios a punta de geometría y metáfora, sabemos que un relato no necesita confundirte para ser profundo. Joyce parece decidido a esconder su sabiduría como si fuera un jeroglífico en una pirámide sin mapa, pero sin la cortesía de una esfinge que al menos te dé una pista. Ulises se extiende como el Nilo en crecida. Sin embargo, no fertiliza nada. Solo inunda. En nuestra tradición, un relato debe tener peso, y el verbo debe ser claro como el sol sobre Tebas. Aquí, en cambio, el sol se ha ocultado detrás de nubes de referencias, y el lector camina como un ciego entre ruinas. Hay belleza, pero también cierto desprecio por quien escucha. Y eso, en nuestra tierra, es pecado narrativo.

Eitan Malka (Israel):
Ulises es como una versión extendida del Talmud, pero sin la cortesía de un rabino que te explique algo. Página tras página de preguntas sin respuestas, digresiones sin punto final y personajes que piensan más de lo que viven. En nuestra tradición, estamos acostumbrados al texto denso, al comentario sobre el comentario del comentario. Pero lo que hace Joyce no es exégesis: es travesura con pretensión. ¿Dónde está la historia? ¿Dónde el conflicto que importa? Incluso el Antiguo Testamento, con toda su severidad, tiene acción: exilios, guerras, epifanías. Ulises, en cambio, es como sentarse en una sinagoga donde el sermón nunca termina y todos están susurrando en griego, latín y onomatopeyas. De todas formas, lo leemos. Porque en el fondo, reconocemos la obstinación como una forma de fe. Solo que esta vez, la fe es en el autor, y el milagro… que alguien termine el libro y aún recuerde su nombre.

Amadou Bâ (Senegal):
Ulises es un tambor afinado en una frecuencia que solo algunos pretenden oír. Para nosotros, contar un día de la vida de un hombre debería tener ritmo, cadencia, llamada y respuesta. Debería invocar la sabiduría del griot, en vez del caos del neurótico. Joyce intenta hacer del pensamiento una danza, pero olvida que hasta la danza más libre necesita un compás. El flujo de conciencia aquí tropieza. Y uno se pregunta dónde quedó la voz colectiva, la historia que une, que canta, que se transmite bajo la ceiba entre generaciones. En Ulises, cada personaje parece atrapado en su propio cráneo, repitiendo obsesiones como si fueran plegarias a dioses indiferentes. Nosotros creemos en la narración como puente, no como laberinto. Y aunque admiramos el esfuerzo, pensamos que esta novela, con toda su ambición, olvidó mirar al otro. Y sin el otro, el cuento se vuelve eco. Y el eco, al final, no alimenta.

J.D. Whitemore (Estados Unidos):
Ulises es… bueno, complicado. Nos lo vendieron como “el libro más importante jamás escrito”, así que lo compramos en tapa dura, lo abrimos con una cerveza artesanal al lado, y luego lo dejamos olvidado en la mesa de café como un trofeo de sufrimiento cultural. No es que no lo entendamos, simplemente no nos importa. Sin explosiones, redención, o al menos un arco argumental con estructura en tres actos, perdemos el interés en la página dos. Para nosotros, es como escalar el Everest en chanclas: inútil, doloroso, pero muy prestigioso en LinkedIn. Lo que Joyce llamó innovación, nosotros lo vemos como alguien que no pasó por un buen taller de escritura. Show, don’t tell, amigo. Y si vas a escribir mil páginas sobre un día, al menos ponle un giro al final. Como que Bloom era un robot, o al menos un sueño inducido por bourbon. Algo que nos haga sentir que el tiempo invertido valió la pena. ¿No?

Octavio Ramírez (México):
Ulises es como una posada mal organizada: todos los invitados hablan al mismo tiempo, nadie encuentra la piñata y al final, uno no sabe si lloró por emoción o porque le cayó un tejolote de referencias clásicas en la cabeza. Joyce se propuso capturar la vida cotidiana con precisión quirúrgica, y vaya que lo logró… Mis cuates, agarren este pasaje: “El señor Leopold Bloom comió con gusto los órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, mollejas con sabor a nuez, un corazón relleno asado, rebanadas de hígado fritas con pan rallado, huevas de merluza fritas. Lo que más le gustaban eran los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un fino sabor a orina ligeramente perfumada”. Acá tenemos nuestras propias epopeyas diarias: atravesar la ciudad en hora pico, sobrevivir a la burocracia, rastrear al culpable de haberse llevado tu topper favorito. Y lo hacemos con una narrativa rítmica, con picardía, con algo de música de fondo. Ulises, en cambio, parece escrito por alguien que se tragó un diccionario, una enciclopedia, y luego tuvo insomnio. Nos cuesta empatizar con Bloom, porque si vas a contar lo cotidiano, hazlo como Rulfo: breve, seco y con fantasmas. Joyce se fue por el otro camino: uno largo, empedrado y sin sombra. Y al final, ni un mezcalito.

Martín Cuccittini (Argentina):
Ulises es el típico caso de un autor que se creyó más importante que su obra. Y eso, para nosotros, es un pecado metafísico. Porque a ver: la idea es interesante, el intento es valiente, la ejecución… una trampa. Un truco de prestidigitador literario. Joyce se autoplagia con estilo. Se nota que era brillante, pero también que nadie se animó a editarlo. En Argentina sabemos de libros densos, de autores complicados, de metáforas laberínticas; tenemos a Borges, a Macedonio, a Pizarnik… pero ninguno te hace sentir que estás en medio de un simulacro de lectura donde el premio es decir que lo terminaste. Ulises se convirtió en una especie de rito de iniciación para intelectuales que no se animan a decir “me aburrió”. ¿Y qué hizo Joyce? Nos encerró en un supermercado de símbolos sin salida de emergencia: “El árbol del cielo de estrellas colgaba con húmedas frutas azul noche. La gran tierra dulce, un budín de ciruelas en el cielo”. Y como buenos argentinos, discutimos si es genial o un delirio con pretensiones. Y como buenos argentinos, seguimos leyéndolo. Porque, aunque lo puteemos, el tipo algo tenía. Pero que alguien me explique, por favor, por qué hay tantas páginas para describir un desayuno. ¿Tanto le costaba poner “huevos, riñones y angustia”?

René Padilla (Cuba):
Ulises es una guagua que nunca llega, pero todo el mundo insiste en que está por doblar la esquina. Uno se sienta, espera, y mientras tanto, Joyce te va contando cada pensamiento que cruzó la mente de un señor en Dublín como si fueran revelaciones divinas. Pero, mi hermano, en Cuba un día también da para mucho: hay colas, apagones, calor, guayaba, política, santería, bolero y reguetón, y a veces todo eso en la misma cuadra. Y nadie nos ha escrito una novela de mil páginas por eso. Lo que pasa con Ulises es que es puro voltaje intelectual sin descarga emocional. Acá valoramos la palabra dicha con ritmo, con doble sentido: algo que te haga reír y pensar a la vez. Joyce, en cambio, te lanza con fuerza toda su biblioteca encima, como si estuviera peleando por un Nobel que no le dieron. Se le agradece el esfuerzo, pero uno termina de leerlo como quien termina un ciclón: mareado, cansado y preguntándose si todo eso era necesario. Porque al final, asere, si vas a escribir sobre la vida diaria, ponle un poco de música, una risa, una sombra de mango. Qué tanta culpa, Shakespeare y riñones.

Lachlan Reid (Australia):
Ulises es intentar armar una barbacoa con instrucciones en griego antiguo. Te prometen una experiencia reveladora y terminas con una resaca intelectual y la sensación de que alguien te ha estafado el domingo. Acá valoramos las historias bien contadas: inicio, desarrollo, final… tal vez un canguro que se escapa por el medio. Pero Joyce decidió tomar un día cualquiera y convertirlo en una expedición psicológica al fondo del pantano narrativo. Y bueno, está bien ser ambicioso, pero ¿era necesario hacerlo tan poco entretenido? Cada oración parece una apuesta contra la paciencia del lector. Nosotros lo intentamos, de verdad. Algunos hasta se lo llevan a la playa, con la esperanza de que el viento se lleve las páginas más densas. Pero no. Ahí está Bloom, caminando y pensando, caminando y pensando, como si eso fuera cine de acción cerebral. En Australia, si vas a hacer que alguien camine todo un día, al menos que se cruce con una serpiente, una ola o una cerveza. Lo demás es ruido. Mucho ruido.

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Y así, después de recorrer medio planeta con esta antología de opiniones exasperadas, podemos concluir que Ulises es un espejo en el que cada cultura ve su neurosis reflejada. Algunos lo llaman obra maestra; otros, crimen tipográfico. Yo prefiero pensar que es un test de Rorschach impreso: ves en él lo que temes, lo que odias, lo que aspiras a comprender. Joyce, con su pluma borracha de sí misma, logró el milagro de escribir algo que casi nadie entiende y que todos temen confesar que no entienden. Bravo. Que su legado siga causando insomnio en estudiantes, debates en bares, y ediciones comentadas que pesan más que bebé elefante. Porque al final, al Ulises se subsiste. Y eso, en el fondo, es lo más irlandés que puede existir.

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