Motivo y azar

¿Por qué releo ahora La montaña mágica? ¿Cuánto me demoré en escribir este breve ensayo? Refresco lo obvio: Las motivaciones o inspiraciones suelen ser azarosas. Casi siempre surgen guiadas por casualidades. No por motivos causales que por lo general no se vuelven a repetir; salvo para analfabetos funcionales que usan leitmotiv —elemento central que se repite, tema recurrente— como si significara motivo.

Los motivos —además— no se corresponden ni con los tiempos de creación ni con los de lectura. Poco que ver, aunque gentiles profesores se empeñen en exigencias ciertas pero no concluyentes. Además, como los motivos participan del azar, tampoco suelen determinar la calidad de la recepción o de la redacción; salvo para pueriles imbuidos de la quimera donde una musa —declaran sin inmutarse— les bajó el poema.

Reitero: El motivo es azaroso. Y los que no lo crean, ya saben —como decía mi abuelo—: “¡A llorar al parque!” Porque seamos sinceros, no hay reglas.  Aunque por supuesto que no se excluyen consuelos y recomendaciones de pizarrón: “Que la inspiración me sorprenda trabajando”, entre otros clichés. Tampoco inferencias que rebasen la biografía —real o tantas veces adulterada— de tal o más cual intelectual, de Proust o Churchill, de Kafka o Rubén Darío… Lo que al singularizarse argumenta evitar cualquier generalización pretenciosa, normativa.

La molestia que nos producen textos que comienzan con clasecitas de teoría literaria antes de entrar al tema, es similar a la que experimentamos ante escritos que indican haraganerías, desidias, faltas elementales de profesionalismo; pero esas calamidades —muchas de las cuales remiten a no emplear suficientes “horas nalgas”—no invalidan que motivo y azar no sean los principales catalizadores de las acciones de leer y escribir, claro que siempre al servicio del talento.

Una ilustración, un recuerdo y un apunte herético sobre lo que nos impulsa a leer concluirán estas notas. Siempre bajo la duda de la sobrevivencia del periodismo objetivo o de la prosperidad para Cuba —de tantas “verdades”—, mantengo mi agnosticismo ante cualquier realidad, de la que obviamente forman parte consustancial las acciones de leer y escribir, de sentir la literatura.

He leído cuatro veces La montaña mágica. Tres cuando vivía en Cuba, la primera cuando era un adolescente y la tomé del librero que estaba en el vestíbulo del apartamento de mi madrina Dore Álvarez en el edificio Focsa; en una traducción cuya calidad no recuerdo, publicada por la desigual Editorial Aguilar, en aquellos volúmenes azules y dorados, en papel biblia, dedicados a los premios Nobel. Ella me la recomendó como novela de aprendizaje, buena para repudiar fanatismos de cualquier especie.

La segunda lectura fue con la publicada en la cubana Colección Arte y Literatura. La compré —los libros eran baratos— porque aparecía con prólogo de Alejo Carpentier. Pronto descubrí que él había leído y admirado como pocos autores de habla hispana a Thomas Mann, cuya poética mucho enseñó al talentoso autor cubano, nacido en Lausana, Suiza, no muy lejos del sanatorio alpino donde Hans Castorp, aquel joven ingeniero, aprende a oír —la novela se considera un bildungsroman— sobre el ser humano y sus disquisiciones filosóficas y políticas, en las singulares voces del humanista Settembrini frente al fanático Naphta.

Lo que motivó la tercera lectura de aquel mismo ejemplar, ocurrió a mi regreso a Cuba de un viaje a Europa, cuando una noche se me enlazó el sanatorio de Hans Castorp y su primo con las veces que había esquiado. La más cercana tras una conferencia que había impartido en Berna, cuando un amigo del profesor y traductor del alemán José Manuel López de Abiada, me invitó a esquiar en el cercano Adelboden-Lenk; una de las regiones de esquí más destacadas de Suiza, con declives aptos para caribeños como yo, que apenas había esquiado antes cerca de Freiburg en la Selva Negra, con el entonces estudiante Ottmar Ette y su novia Doris; y en las afueras de Oslo, aterido hasta con calzoncillos térmicos, tras gélidas colinas que exigieron escanciar de un frasco del Linie Aquavit, un aguardiente más fuerte que el de caña de azúcar de la Bacardí.

La cuarta y más reciente lectura fue en México. Perdida mi biblioteca cubana tras mi exilio en 2003, recorría con mi esposa María del R. García Estrada —como tantas veces— las generosamente surtidas y caóticas librerías de segunda mano cercanas al Zócalo de Ciudad de México. En una de ellas, recuerdo que junto a una torrefactora de café que colaba un café nada aguado —nada a la mexicana—, encontré una bastante bien conservada edición española, a un precio asequible. Esa misma noche comencé la relectura. ¿Qué mejor motivación para sentir que ni el castro-comunismo ni el almanaque habían podido quitarme a Hans Castorp y a Thomas Mann de mi cabeza?

Es cierto que de no estar en casa de mi madrina, de no publicarla la Editorial Arte y Literatura, de no haber esquiado en Suiza, de no haber registrado aquel anaquel de la calle Donceles en Ciudad de México…, las cuatro lecturas hubieran estado regidas por otro azar, otras locaciones y tiempo. Tal vez el año pasado —2024— cuando el mundo celebró el primer centenario de la estupenda novela, debí releerla por quinta vez. Pero sé que el azar —la tengo en un librero de mi actual apartamento en Aventura, al noreste de Miami— volverá a fabricar un nuevo motivo, ahora según la traducción de Mario Verdaguer para Plaza & Janés Editores.

El recuerdo es un cuento de Luis Rogelio Nogueras. Wichi me contó que su poema “Ama al cisne salvaje” lo escribió una sola vez, de un tirón. Y es —como sostuve entonces— uno de sus mejores, superior en intensidad expresiva a otros que “trabajó” durante fatigosas semanas. Lo que no excluye otros poemas suyos donde las revisiones estilísticas cualificaron la versión inicial; curioso tema que desarrollé en un ensayo de homenaje al amigo, ya enfermo, en 1984, pocos meses antes de que muriera víctima de un agresivo cáncer, con apenas 41 años.

Y aquí entra el apunte herético: Según los órficos y los filósofos presocráticos motivo y azar concurren misteriosamente, de forma inefable, sin razones conocidas. Entonces todavía el pensamiento mágico del Oriente y el racionalista de Occidente no se habían separado, confluían, convivían sin fronteras, sólo nombrados según predominara uno u otro. Formaban para ellos El azar concurrente, tan estudiado y enseñado por José Lezama Lima en su Curso Délfico.

El azar concurrente se aparta de quienes han tratado de escindir pensamiento lógico de pensamiento por imágenes, de olvidarse de Giabattista Vico y su Scienza Nuova (1725). Sostiene —sostenemos— que una noción totalmente causalista del destino no prima sobre las aventuras y desventuras del azar como fuente motivacional de los sucesos, de la vida y sus metáforas. Los motivos sencillamente concurren. Llegan al acto de leer y al del escribir. A las acciones de la existencia.

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