Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, esta mañana deposité en tu buzón Cómo ordenar una biblioteca, de Roberto Calasso, publicado por Anagrama. En la extensa geografía del intelecto humano, ciertas cumbres se alcanzan por la senda sinuosa del desvío, de la digresión. Aquí, más que un catálogo para bibliófilos maniáticos, Calasso ofrece una metafísica de la presencia y la ausencia, del caos y la forma. El acto de clasificar volúmenes no resulta meramente pragmático, deviene “un tema altamente metafísico”. En esa sentencia cifra su visión: concebir la biblioteca como reflejo del espíritu humano, como extensión del pensar.
La imposibilidad del orden perfecto se presenta con la claridad de un axioma: “El orden perfecto es imposible, sencillamente porque existe la entropía. Pero sin orden no es posible vivir”. Así, el lector —ese habitante de la página— debe hallar su propio equilibrio entre estructura y deriva. La biblioteca ideal, al modo de Aby Warburg, actúa bajo una ley secreta: “cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos”. Una inteligencia que anticipa sus propias necesidades futuras es, en efecto, la que escribe, clasifica y eventualmente recuerda.
Calasso —ese editor que trataba sus libros como si fueran espejos venecianos, delicados— elegía cubrir sus volúmenes con pergamino, complicarse la vida a propósito, hacer ilegible lo escrito en el lomo. No por capricho, sino por convicción estética: lo que vale es lo que resiste. Contra el fetichismo estéril, propone una lectura vivida. “Toda lectura deja una marca, aunque no quede ningún signo visible en la página”. No hay lector verdadero sin subrayado, sin apropiación. La primera edición, para Calasso, no es un objeto raro sino una extensión del gesto de autoría: allí donde el papel, la tipografía y el formato constituyen la expresión material de una voluntad de estilo. Escuchemos, hypocrite lecteur:
“La primera edición de un libro no es una parte no secundaria de una obra. Es una ayuda para comprenderla. Ayuda física: táctil y, ante todo, visual. Insustituible. El bibliófilo que no se atreve siquiera a cortar las páginas de una primera edición para no dañar la integridad es lo contrario del verdadero lector. El fetichismo, para ser saludable, implica el uso, el contacto. Como escribió Kraus, «no hay ser más infeliz bajo el sol que el fetichista que anhela un zapato femenino y se ve obligado a contentarse con una mujer entera». La verdad es que lo mejor sería leer todos los libros en su primera edición. No porque sean más singulares o valiosas, sino porque son el resultado de una combinación de elementos —impuestos al autor o sugeridos por este, o que sencillamente se dieron de ese modo— que se convierten en parte de la obra, como el sello del tiempo sobre las páginas.”
Y si la biblioteca es organismo, entonces el librero deviene su jardinero, crítico y centinela. En un mundo plagado por la “mescolanza de mercancías”, donde el e-book resulta simplemente una lectura más entre otras, la librería debe resistir al formato de almacén, ser un refugio. Un sitio donde, al mirar un catálogo, uno no solo descubre lo que buscaba, sino aquello que no sabía que necesitaba.
La disposición por autores —ni por géneros ni marketing— es un acto político y espiritual. Nabokov y sus lecciones, Bayle y su diccionario, Platón y sus apócrifos: todos juntos, como en una conversación interrumpida por siglos. El librero que sabe guiarnos en ese territorio tiene algo de alquimista, ya que distingue lo efímero de lo esencial con un olfato que no se enseña, solo se cultiva.
Más que añorar un pasado libresco, este libro resulta una defensa lúcida y serena de una forma de estar en el mundo: con atención, con lentitud…
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Después de dejar el libro en tu buzón —envuelto en papel de estraza y con una nota que decía “cuidado: contiene una teoría del alma”— me dirigí al pequeño café de la calle Dauphine, donde a veces se dejan caer lectores excéntricos como gorriones de tejado. Allí estaba Bartleby Dupin, encuadernador retirado y experto en literatura medieval de las comarcas de los Alpes italianos. Me preguntó qué opinaba de Calasso. Le respondí que era de esos autores que escriben para ser coleccionados, subrayados y eventualmente heredados. Que leerlo era como abrir un atlas cuyos mapas cambian de forma cada vez que uno los relee.
Bartleby bebió su café sin azúcar, con esa lentitud que solo los que han leído a Robert Musil pueden permitirse. Luego dijo, con tono casi ceremonial: “¿Y tú cómo los ordenas?”. No supe qué responder. Me limité a sacar de mi bolso un catálogo de Adelphi del año 1987, subrayado con tinta violeta de Virginia Woolf. Me lo cambió por un cuaderno cuadriculado donde había copiado, a mano, los índices de todos los libros que no piensa leer.
Como toda transacción literaria significativa, no hubo palabras de cierre. Solo la sensación —ligera pero definitiva— de que uno puede armar su vida en torno a los libros, siempre que sepa dejarlos ir en el momento justo.
Conversando con Ludovico Settembrini me di cuenta de que un librerito de mi infancia debía tener en sus seis pisos mis libros preferidos. Para mí el orden es afectivo. Settembrini me aprobó aquella decisión de mi adolescencia, que aún mantengo.