Un exiliado que carga con Byron en la maleta, a Emerson en el pensamiento y la Vida de Cicerón “en el bolsillo en que llev[a] 50 cápsulas”, horas antes de morir. Joven en Zaragoza y todavía joven en Nueva York, con una biblioteca “portátil” hecha de traducciones, recortes, citas y márgenes anotados que anticipan aquellos agregados infinitos que Marcel Proust pegaba en À la recherche.
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En una carta fechada en enero de 1886, confiesa con el tono de las supersticiones íntimas: “Los libros deben siempre leerse con una pluma en la mano”. Martí escribía con lo leído. Su biblioteca siempre inconclusa se erigía como una escritura en fuga. “Yo debí nacer sobre una pila de libros”, escribió también, como recuerda Carlos Ripoll en La vida íntima y secreta de José Martí.
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Cuando Guy Davenport imaginaba la biblioteca de Ezra Pound, o Mario Praz describía los gabinetes de los dandis decimonónicos, aludían a mundos completos, a sistemas encerrados en la arquitectura de los estantes. Una dinámica similar se percibe en las pocas decenas de volúmenes identificados en la biblioteca neoyorquina de Martí. Aunque a primera vista pudieran parecer escasos para un individuo que vivió entre papeles y produjo escritura para casi 30 volúmenes de Obras completas, la cantidad aquí resulta secundaria. Construyó una biblioteca con libros de exiliado, esos que se acumulan en el anaquel de la reminiscencia, en las entrelíneas de sus manuscritos.
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Hay noticias de algunos libros de su biblioteca. Por ejemplo, el Erotika Biblion de Honoré-Gabriel de Mirabeau, esa “Biblia erótica” proscrita y filosófica que guarda el antiguo miasma de la Revolución Francesa. Martí encontró en sus páginas un escándalo racional que interpelaba tanto al clero como a la represión de los sentidos. La inclusión de este libro en su “patrimonio”, distante de cualquier capricho, testimonia una mente que rastreaba en los confines de la moral dogmática los rescoldos de una libertad más profunda. La posesión de dicho volumen descubre a un lector audaz frente al cuerpo, que concebía en la carne otra modalidad de escritura política.
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Asimismo, se encontraban los clásicos: Marcial con sus epigramas sarcásticos, Propercio con sus elegías de amor truncado, de sensualidad y lamento. Pocos autores podrían imaginarse más distantes del decoro de la escuela republicana que estos dos latinos; sin embargo, Martí los releía y subrayaba. En ellos hallaba un latín ajeno al eclesiástico: el latín del deseo, de la crítica, de la sátira contra el poder. ¿Acaso estos mismos tonos no resuenan en sus “Escenas norteamericanas”?
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Con todo, su biblioteca errante trascendía la condición de mero relicario de lo antiguo. Martí albergaba también obras que hoy clasificaríamos como de ciencias sociales, tal es el caso del Contemporary Socialism de John Rae, cuyo ejemplar en inglés colmó de anotaciones. En la página 19, según investigadores, Martí escribió varios apuntes al margen, en un aparente diálogo con Rae, ya fuera para corregirlo o complementarlo. Distaba de ser una lectura de cortesía; constituía una cruzada intelectual. De Rae extrajo, más que la doctrina, el pulso histórico de un mundo en plena ebullición.
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El segundo volumen de la Historia de la Revolución Francesa de Thomas Carlyle, también con profusas notas manuscritas, figura entre sus pertenencias. A Carlyle —profético, denso, obsesionado con las catástrofes— Martí lo interpretaba como un espejo invertido. Si Carlyle percibía en la Revolución un frenesí indispensable, Martí quizás lo leyó como una advertencia: las revoluciones se aquilatan mejor desde la escritura al margen de la historia.
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En su biblioteca, cada elemento poseía una intención; la inocencia le era ajena. Incluso un modesto deletreador inglés-español, adquirido por cincuenta y cinco centavos y encuadernado en “seda de Rusia”, fue intervenido con marcas junto a palabras como “José” y “Maceo”. Esto es, trascendía su utilidad como simple herramienta lingüística para erigirse en artefacto conspirativo. Martí convertía los libros en mapas cifrados.
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Subyace una curiosidad filológica al saber que entre sus volúmenes se contaba uno dedicado por Juan de Dios Peza, hallado en 1927 en una librería de viejo por Mercedes Scutch, quien lo donó a la Biblioteca Nacional de Cuba. Ese gesto —el hallazgo y la dedicatoria— transmuta la biblioteca martiana en un archivo dinámico. Son libros que buscan segundas y terceras nupcias con otros dueños, al igual que las corbatas de Lord Byron, a quien tanto amó.
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Estaban además los libros sobre América. Desde Cuba primitiva, que encargó con celo, hasta los manuales de historia y geografía, Martí anhelaba fundar su saber sobre la tierra. Comprendió que, para liberar cualquier espacio, primero había que escribirlo, a la manera de Humboldt.
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Los estantes de su casa en Nueva York eran “cementerio y nido”, como diría Mario Praz. Ese reino donde reposan civilizaciones extintas y germinan ideas nuevas. En sus cartas lo solicita con claridad: “salvo los libros de historia americana, que Vd. dará a Carmita a guardar”.
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El retrato que Herman Norman realiza en 1891 se presenta menos como una efigie y más como una inscripción visual del bibliófilo en su entorno. Martí aparece integrado al sistema simbólico de la biblioteca; allí es el sujeto que ha hecho del libro una extensión orgánica de su pensamiento. El mobiliario es funcional: los libros en segundo plano responden a una lógica de trabajo, antes que a una intención alegórica. La pintura codifica una economía de lo intelectual: tintero, pluma, papel, anaqueles —cada elemento responde a una secuencia de producción discursiva—. El gesto detenido sugiere un intervalo, apartándose de la idea de pura contemplación. La figura de Martí es la de quien interrumpe un quehacer, ajena a toda pose. Esta representación, lejos de construir un héroe o un místico, perfila a un trabajador de la letra. La biblioteca aquí, más que símbolo de acumulación, encarna la necesidad. Como en su correspondencia, donde se confiesa culpable de gastar en libros lo que no tiene, el retrato fija la imagen de alguien que vive en estado de lectura, y para quien el libro es al mismo tiempo herramienta, obsesión y cuerpo vital.
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La bibliofilia de Martí está documentada. En carta de 1887 a Enrique Estrázulas (también citada por Ripoll) escribe: “¡Viera usted ahora el Consulado! Dos estantes de libros, una librería giratoria, libros en los rincones. ¡Y qué libros! La semana pasada compré treinta y tres tomos de teatro francés, Beaumarchais, Diderot, hermosura, en —¡oh villanías!— en dos pesos y medio. Y hoy por tres y medio he comprado toda la Historia Parlamentaria de la Revolución, y en pasta fina”. Y ya en Montecristi, antes de partir al encuentro con su muerte insular, le escribe a Gonzalo de Quesada: “Esos libros han sido mi vicio y mi lujo, esos pobres libros casuales, y de trabajo. Jamás tuve los que deseé, ni me creí con derecho a comprar los que no necesitaba para la faena”. A ambas cartas la separan ocho años y un cúmulo de circunstancias. ¿Exagera entonces Martí en la primera, dejándose llevar por el entusiasmo del hallazgo, o se reviste de una espontánea humildad en la segunda? Quizás la clave no resida en resolver la aparente discordancia, sino en reconocerla como el testimonio de quien también se narra a sí mismo. ¿No podría ser esta una muestra de su inventiva literaria, donde la hipérbole sirve tanto para revelar la euforia del bibliófilo como la de la imagen austera del héroe? Martí, artífice de su prosa y de su vida, bien pudo haber elegido acentuar una u otra faceta, legándonos así no una contradicción a subsanar, sino el claroscuro de su propia auto-representación. En esta, la pasión por los libros se encuentra, también, con la intencionada modulación del genio.
Una vez más, gracias a esta crónica imantada sobre el bibliófilo que también fue José Martí, ratificamos que se trata del más relevante cubano hasta hoy.