Hice el viaje hasta San Luis como anestesiado, con el cerebro en punto muerto, y cuando abordé la conexión del tren Santiago-Habana me dormí sin contemplaciones, absolutamente, un estado en nada parecido a esta inmovilidad alerta de ahora que tanto despista a los médicos. Tras un breve parpadeo en la estación de Camagüey, desperté por completo más allá de Santa Clara y fui haciéndome cargo poco a poco del paisaje atardeciente, el coche Pullman casi lleno y… un momento sobrino, ¿puedes decirme de dónde salió este hombre que va sentado junto a mí? En mi recuerdo, ahí estaba un joven rubio y con la cara enrojecida por un acné invasivo, pero ahora hay un mulato viejo y elegante. Lleva uno de aquellos trajes que fueron moda hace años, de chaqueta negra, solapa ancha y doble botonadura; tiene el pelo canoso, los buches grandes y la frente estrecha… ¿te haces cargo? Luce muy distinguido y serio, aunque de joven seguro tuvo que soportar todas las burlas del mundo por su cabeza en forma de mango bizcochuelo al revés. No, ese hombre con expresión de bulldog no viene de mi memoria. Está observando por encima de mi cabeza, a través de la ventanilla, así que me disuelvo también yo en el paisaje verde, que alterna amplios valles con pequeñas ondulaciones salteadas. En el momento que el tren va tomando una curva, a lo lejos y entre dos mogotes chispea lo que parece un espejo de agua. Como si rezara, el hombre a mi lado dice:
En el confín borroso, un horizonte ambiguo
de mar y de montaña, glaucos remedos trae,
cuando el crisol de ocaso vierte su chorro exiguo
de púrpura encendida que en el paisaje cae.
Está clarísimo, sobrino, el señor viene de esta voz tuya que estoy obligado a usar. Yo ni muerto podría memorizar esas líneas porque nunca las leí ni las escuché; en cosa de palabras con rima, es poco lo que alcanzo a recordar: algunas canciones, cinco o seis décimas jodedoras y fragmentos de poemas escritos por José Ángel Buesa, esos que casi todo el mundo se sabía en mi época. Miro hacia el hombre otra vez y él me observa igual de serio.
—Creo saber quién es usted, joven. Vi no hace mucho una foto suya junto Germán Pinelli en la revista Carteles.
Bueno, es una suerte que nada de esto haya ocurrido porque mi último deseo en aquel viaje era tropezarme con un fanático metiche y memorioso, aunque… lo admito, este hombre parece otra cosa. No sé, es solo una impresión y espero no equivocarme. De cualquier forma, avanzo con cuidado.
—Puede ser, me llamo Armelio Domínguez y soy narrador de pelota en Radio Salas.
—Mello, ¿no?, Mello Domínguez. Jugué bastante béisbol, de muy joven por supuesto, y la prensa en mi pueblo aseguraba que defendía bastante bien la segunda base, solo que no me ayudaba el carácter si era necesario perder. Aún me atraen los campeonatos, pero ocasionalmente y nada más los amateurs… es ahí que le he escuchado.
Sonrío. Este tipo que te inventaste tiene sus vueltas, sobrino. Intento corresponder a su amabilidad con un tono de voz que no suene a maestrico sabelotodo: nuestra pelota amateur hasta ahora ha sido muy superior a la profesional, pero eso está cambiando y ya son varias las grandes estrellas del amateurismo que han firmado o están a un tris de firmar como profesionales. Es un asunto del dinero que todos necesitamos para vivir… El mulato asiente, recuesta su peso sobre el espaldar del asiento y mira un momento hacia el techo del vagón, cuyas luces acaban de encender.
—Aunque leo con bastante irregularidad la prensa capitalina, creo haberme tropezado en los últimos tiempos con cierta mala voluntad hacia su persona, ¿me equivoco?
Antes de ir más lejos, emparejo su curiosidad: Y usted, ¿a qué se dedica? Con esa pachorra, bien pudiera ser un político, pero no parece tener el hábito de reír para complacer a los demás.
—Soy abogado y notario –¿cómo no me di cuenta, caray?–. Voy a la capital para tratar ciertos aspectos de mi jubilación en el Instituto de Segunda Enseñanza de Guantánamo… Y no se preocupe, si le molesta hablar de su trabajo puedo entenderlo perfectamente.
Al contrario, ahora soy yo quien siente la urgencia de sincerarse, de airear las preocupaciones mientras avanzo hacia ellas. A fin de cuentas, el espacio compartido durará lo que dure el resto del viaje y mi interlocutor es un ser tan liviano que vive dentro de una voz, alguien a quien difícilmente volveré a ver en mi vida o en mi muerte; resumiendo, un tipo ideal para desnudarle en tus palabras lo ocurrido luego de mi contrato con Radio Salas y admitir que la fortuna existe, por supuesto. Si se requiriera alguna prueba más sobre su peso en nuestras vidas, la habría aportado esa caprichosa matrona cuando hizo que me llamaran de la emisora una mañana y a toda carrera. Orlando Sánchez Diago, narrador a cargo de la Liga Profesional, no podía regresar de Miami (¡vaya mal tiempo en el sur de la Florida!) y el señor Guillermo Salas necesitaba / es más, solicitaba / mejor aún, encarecía / que yo cubriera el encuentro de esa tarde entre Habana y Almendares, más el del día siguiente entre el mismo Habana y Cienfuegos… A lo mejor y dio la coincidencia de que usted escuchó alguno de esos partidos…, dejo colgando el comentario a la espera de una respuesta que me indique si el hombre atestiguó la maravilla. Y aunque él mueve la cabeza de lado a lado, negando, no me convence ni un poquito así. Su expresión sigue siendo demasiado tranquila, sospechosamente conforme, la de alguien que está viendo más allá de mis palabras y quizás hasta sabe que en este momento mencionaré el nombre de Dick Sisler, aquel yanqui blanco y espigado que esa primera tarde se paró en el cajón de bateo haciendo gala de una pachorra semejante a esta con que mi interlocutor escucha, y cuando su bate encontró la pelota lanzada nada menos que por Agapito Mayor, el estadio La Tropical se estremeció bajo el impacto de aquel sonido seco, escalofriante, que nos fue levantando (yo, micrófono en mano) de nuestros asientos, tratando de no perder contacto visual con el punto blanco que ascendía y ascendía en el cielo, un viaje sin respeto al parecer por la gravedad, hasta que la pelota aterrizó dando seis u ocho botes violentos mucho más allá de la segunda cerca del jardín derecho. Era imposible, los más entendidos y los más ignorantes habían estado de acuerdo en que jamás se volvería a ver un batazo como ese en La Tropical desde el mismo momento en que ocurrió por primera vez, cuando Claro Duany logró lo que entonces todos aseguraron era una proeza irrepetible. Pero allí iba aquel casi desconocido de nombre Dick Sisler paseando como si nada por las almohadillas, un recorrido que repitió tres veces más en el juego del día siguiente frente a Sal (El Barbero) Maglie, pícher con galones en las Grandes Ligas norteamericanas…
Hago silencio y mi interlocutor sonríe muy levemente, vaya usted a saber si advertido de la vergüenza que me produce hablar sobre la cantidad de cartas recibidas en la emisora durante las semanas siguientes y la orden del señor Salas para que a partir de ahí me dieran un par de entradas de vez en cuando en los juegos que restaban del torneo profesional. Pero necesito un cierre para la historia, así lo siento, y voy en su búsqueda: A partir de ese instante, Dick Sisler se metió en el corazón de los aficionados cubanos… y mi voz con él. No bien termino de articular la última sílaba, y ya siento que la frase ha sonado como cosa tuya, sobrino, rebuscada y novelera, así que continúo hablando, tratando de diluir el disparate con más palabras: Y ahí habría quedado todo si la Agrupación de la Crónica Radial Impresa no me hubiera elegido, para mi asombro y el de medio mundo, como mejor narrador deportivo del año pasado en Cuba. La foto que usted vio en Carteles fue tomada durante el acto de premiación, que animó Germán Pinelli. Ya para entonces, los ataques en mi contra habían comenzado…
Quedamos en silencio. La llegada de la noche va animando a los pasajeros, las conversaciones suben de volumen dentro del vagón y yo miro a través de la ventana, a las sombras que allá afuera toman posesión del paisaje. Así avanzamos un par de minutos.
—Es lo de siempre, señor Domínguez, construir un buen edificio para que lo roan las ratas –él se ha ladeado en el asiento para mirarme lo más de frente posible–. ¿Sabe?, su historia me hizo recordar a un poeta amigo. Fuimos condiscípulos cuando, todavía muy joven, él se decía con talento y coraje suficientes para escribir una poesía distinta a la que se hacía en Cuba por entonces, principios de este siglo, así que puso rodilla en tierra y se declaró en fogosa rebeldía literaria. Los que se consideraban poetas consagrados, los que tenían algún poder dentro de la prensa, y sobre todo los intelectuales capitaleños la emprendieron en contra de aquel joven que se atrevía a retarlos desde Guantánamo, es decir, desde el trasero del universo.
Y calla. Dejo pasar medio minuto pero nada, él no parece dispuesto a reanudar su historia, algo que no puedo permitir. En principio, porque oír hablar de otra persona me produce ahora mismo un alivio que necesito y agradezco. Intento estimularlo: ¿Fue su amigo quien escribió la poesía que usted recitó ahorita?
—Sí, es suya esa estrofa.
Mi curiosidad es, además, auténtica: ¿Y cómo terminó todo? ¿Vive aún su amigo?
—Sí, claro. Un día, quince años después, se percató de que su trabajo comenzaba a ser apreciado y, en lugar de alegrarse por su supuesta victoria, escogió lamentar todo el tiempo y todos los esfuerzos que había malgastado peleando aquella guerra inútil. A fin de cuentas, se dijo, su única responsabilidad era escribir poesía; si esta tenía valor, en algún momento alguien le iba a poner atención.
También yo me ladeo y busco sus ojos. Siento que una luz comienza a moverse dentro de mi atolondrada cabeza. Este tipo que te sacaste no sé de dónde tendrá cara de pesado, sobrino, pero es un lince: ¿Y qué hizo entonces su amigo poeta?
—Cerró la puerta de su casa y, de un golpe, también su vida pública. No dio más entrevistas ni publicó más en la prensa ni aceptó homenajes. Así se ha puesto viejo, escribiendo y trabajando lejos de todo y de todos, menos de su familia y algún que otro amigo, como yo. Cuando alguien le escribe porque quiere hacerle algún reconocimiento, simplemente contesta que no cree merecerlo y que la intención de tomarlo en cuenta es suficiente reconocimiento para él. Lo explica así:
Yo tallo mi diamante,
yo soy mi diamante.
Mientras otros gritan
yo enmudezco, yo corto, yo tallo;
hago arte en silencio.
Y en tanto otros se agitan
con los ritmos batallo
y mi nombre no agencio.
Yo soy mi diamante,
yo tallo mi diamante,
yo hago arte en silencio.
¿Lo ves, lo ves? Este diálogo no puede ser. ¿Cómo voy a recordar yo los versos de un poema que nadie me recitó hace setenta años? Necesito, sin embargo, responder: Pero no me negará usted que hay muchas diferencias entre un poeta y un narrador de pelota. Nosotros dependemos del público, de los empresarios, de la prensa, incluso de los jugadores y los fanáticos… Si nos encerramos a tallar el diamante, estamos fritos.
Él mueve la cabeza de forma afirmativa. Lenta y reflexivamente.
—Tiene razón. Ahora, ¿no le parecería interesante un debate sobre posibles similitudes entre los poetas y los narradores beisboleros en cuanto a ciertas formas de usar el lenguaje? –pausa. Yo busco en mi cabeza las mejores palabras para decir sin ofensa que el asunto me parece una pérdida de tiempo, los peores narradores que he escuchado en la pelota son los poéticos–. Créame, hay mucho de técnica, incluso de mecánico en el oficio de escribir versos. En fin, tengo la corazonada de que encontraríamos algunos puntos de coincidencia interesantes, precisamente porque no son demasiado visibles… Ah, mi nombre es Regino –y me extiende su mano.
Regino, así se llamaba el viejo que llevaba billetes de la Lotería a casa todas las semanas para que mi padre escogiera.
Mes y medio después de ese viaje, el empresario Julio César González Rebull no envió un billete de la Lotería a la casa de huéspedes donde yo vivía, pero casi. Dejó un recado para que fuera a las oficinas de su periódico El Crisol, en la calle Lealtad, justo la planta baja del edificio donde también se ubicaba la emisora COCO. Cuando llegué, no se encontraba, así que me tocó esperar en el antedespacho. Ocupando el buró de la ausente secretaria, cuatro muchachones jugaban Capitolio, compraban y vendían propiedades, iban a la cárcel o se sacaban premios sobre un colorido cartón impreso por la Pan American Toy y en medio de una imparable discusión, que fue cortada de cuajo por la llegada de González Rebull. Este sonrió, se quitó su sombrero de copa y pidió a uno de los chicos (Ramirito, así lo llamó) que le dejara unas pocas propiedades donde invertir.
Cuando entramos a su oficina fue muy directo. Había comprado COCO a la familia Casas Romero y estaba interesado en cambiar el lema de la emisora, que a partir de ese momento sería La Primera en Deportes. Aspiraba a transmitir la mayor cantidad de béisbol y boxeo que pudiera…
—¿Quieres venir a trabajar conmigo?, ¿cuánto te paga Guillermo Salas?
Guardé silencio mientras hacía algunos movimientos de cabeza y hombros (esteeeee). Sabía que el año anterior Salas le había arrebatado la transmisión de la pelota profesional (buenooo) y lo más seguro era que González Rebull quisiera desquitarse, intención que bien podía usar a mi favor (¿cómo le digo?), pero algo me empujó a ser sincero y dejé ir la verdad: ochenta pesos mensuales, eso me paga; a fin de cuentas, pensé, si el nuevo dueño de la COCO me ofrecía cien, respondería que sí.
Él se dejó caer hacia atrás en su asiento.
—Te pago trescientos pesos mensuales.
[Fragmento de la novela inédita Y la noche doblaba por tercera]