Como una vida preconcebida que no ha ocurrido aún, que acaso no se podrá tener, si bien se comprende en los territorios de la imaginación y la utopía, Georges Perec (1936-1982) configura para una pareja la posibilidad en una estancia que describe con sumos detalles; una estancia que privilegia la mirada de una atmósfera doméstica, sin grandes lujos, aunque con un (des)orden propio de conocimientos del mundo: «sería una pieza para la noche». Pero todo esto no es más que una aspiración, unas ganas de vivir tan diferente para los protagonistas de Las cosas. Una historia de los años sesenta (1965).
Archivero en un Centro de Investigación de Neurofisiología, el joven de origen judío Perec estudiaba historia y sociología cuando comenzó a colaborar con revistas literarias como La Nouvelle Revue Française y Les Lettres Nouvelles. A los 29 años ganó el premio literario Renaudot por Las cosas, su primera novela. Por sus lecturas, Perec ya mostraba una aprehensión cultural destacable. Sus influencias más reconocidas hasta ese momento era OuLiPo: Raymond Queneau y François Le Lionnais. Pero, considerando que fue defensor del nouveau roman, había otros autores reverenciados.
Perec pareciera que adelanta el destino de la joven pareja: «Una guerra de desgaste comenzaba, de la que jamás saldrían vencedores». Y aun así, hay una fascinación por el qué se va a vivir, que al lector no le queda de otra que interesarse más por él (Jérôme) y ella (Sylvie) en un París en apariencia prometedor e incondicional para promesas y sueños.
Que vivieran muy por debajo de sus aspiraciones, no implicaba que desatendieran unas de sus funciones banales: leer. En su realidad estuvieron siempre los libros. En sus espejismos, más. Téngase en cuenta lo siguiente:
- A la izquierda, en una especie de hornacina, un gran diván de cuero negro deslucido, con un librero de cerezo pálido a cada lado en el que los libros se amontonarían desordenadamente.
- A la derecha, y a cada lado de la ventana, dos estanterías estrechas y altas contendrían algunos libros…
- Más a la izquierda todavía, a lo largo de la pared, una mesa estrecha aparecería abarrotada de libros.
- A veces les parecería que podría transcurrir armoniosamente una vida entera entre aquellos muros cubiertos de libros… [1]
La biblioteca en el apartamento deteriorado de treinta y cinco metros cuadrados no podía faltar. Pero, tal vez como ejercicio para codearse con la ¿contingencia? de una nueva vida, preferían, pese a todo, seguir aspirando: «El librero sería de encina clara o lo tendrían». Vano ejercicio de pretensiones, donde la suprema pasión, en rigor, es la del logro de su bienestar.
Pero ¿cómo dos personas, que no han experimentado de cerca otra manera de vivir, podían disponer de utopías concernientes a esos sujetos que, por determinadas razones, vivieron holgadamente y poco a poco tuvieron que adaptarse a regañadientes a otra forma de vida? ¿Qué podían extrañar —condición de lo utópico— Jérôme y Sylvie si lo suyo es la supervivencia? Aunque, siendo como eran, hijos de pequeños burgueses sin recursos, algo traían de sus antecesores. El narrador no los puede exponer más al respecto:
Les faltaba la tradición —en el sentido más despreciable del término, acaso—, y la evidencia, el verdadero gozo que va acompañado de una felicidad del cuerpo, mientras que el suyo era un placer cerebral. Con demasiada frecuencia, de lo que ellos llamaban lujo, no les gustaba sino el dinero que había detrás. Sucumbían a los signos de la riqueza, amaban la riqueza antes que la vida.
Sicosociólogos. Con los estudios de motivación y el dominio que aprendieron más por la práctica que por la teoría de los medios publicitarios —casi nada leyeron sobre el asunto—, preguntaban y les respondían. Fueron eficaces en «análisis de contenido» para una agencia. Eran snobs con muchos deseos de encajar en una realidad que los excluía. Mas, eran insistentes. Sintieron que había nuevas necesidades porque tuvieron algo de dinero. «En el mundo en que vivían era casi una regla desear siempre más de lo que se podía adquirir». Sylvie y Jérôme, con sus diferencias, parecían ser una misma persona en comparación con el grupo y sus sueños colectivos. Víctimas de la publicidad en general, todos eran, sin embargo, precursores de The Cult of Fast Fashion. En el fondo, tenían conciencia de lo que estaban haciendo, de cómo se sentían. «Pero les quedaba el consuelo de no ser aquellos a quienes les había tocado la peor parte, sino al contrario».
Llegado el pasaje en que el narrador se refiere a un joven imaginario, que puede ser cualquiera, Perec describe la situación del estudiante promedio francés de los años sesenta, con la guerra de Argelia de fondo, que la pareja sentía no le afectaba; se refiere a la vida íntima que le esperaba como una historia anticipada, como una película que ya había visto varias veces y, por supuesto, no deseaba vivir. En su búsqueda de la felicidad, Sylvie y Jérôme desecharon actitudes románticas y explicaciones políticas: «su verdadera vida estaba en otro sitio, en un porvenir próximo o lejano, lleno también de amenazas más sutiles, más solapadas. Trampas impalpables, redes encantadas». Pero eran, al presente, testigos del desamparo y violencia exteriores. Sus imágenes del ahora atormentaban el mundo soñado.
Hacia la segunda parte de Las cosas, cuando Sylvie acepta ser profesora en Sfax, Túnez, y Jérôme no, se sienten más exiliados que extranjeros. Los protagonistas aterrizan en su realidad. No pueden tener todo lo que ambicionan. El vacío los invade y al parecer se resignan. Mas, ¿significa que abandonan la configuración de imágenes reconfortantes? «El tiempo, una vez más, trabajará por ellos». ¿Venderán sus libros?
Qué ejercicio de distanciamiento y compromiso crítico y certero por revelador logra Georges Perec con su primera novela, de la cual se dice que expresó: «Aquellos que imaginaron que condenaba la sociedad de consumo no entendieron nada de mi libro».
[1] Todas las citas de Las cosas. Una historia de los años sesenta pertenecen a la colección Cocuyo, traducción de Jesús López Pacheco y diseño de Raúl Martínez, Instituto del libro/ La Habana, Cuba, 1969. Se imprimieron 10 000 ejemplares. Resulta muy revelador cuanto papel había y otros intereses; por ejemplo, Sonata de primavera y Sonata de estío de Valle-Inclán constó de 20 000, mientras de El tren blindado 14-69, de Vsevolod Ivanov, se hicieron 30 000.