Los libros que nos faltan

Se conmemora por estos días el centenario de La crisis de la alta cultura en Cuba, aquella conferencia donde Jorge Mañach hizo su primera radiografía de la República. Con lo que llama “una suerte de positivismo de laboratorio”, Mañach señalaba un sinnúmero de carencias: falta de producción intelectual desinteresada, decadencia del coloquio, decadencia de la cátedra, crisis del periodismo, crisis de la oratoria, declive de las letras en general. Síntomas todos de “una crisis de ética y una crisis de cultura” percibida, desde luego, en contraste con el esplendor del siglo XIX, sobre todo de sus primeras seis décadas. Entonces los mejores criollos, por fuerza marginados de la política, se dedicaron a fomentar la cultura y la civilización; es la época de Saco y Heredia, Luz y del Monte, Varela y Poey; un cenit desde el cual la alta cultura no habría hecho más que decaer, primero durante el período que Mañach llama ejecutivo, pues la Guerra del 68, al desterrar la “contemplación”, habría destruido la unidad de la cultura, produciendo una miseria espiritual que perdura en la fase que él llama adquisitiva, esto es, la República. En la línea de discursos regeneracionistas de Fernando Ortiz como “Seamos hoy como fueron ayer” (1914) y La decadencia cubana (1924), Mañach opone aquellos tiempos dorados de la colonia a la herrumbre republicana: “al desinterés, siguió la codicia; a la disciplina, el desorden pugnaz; a la integridad de aspiración ideal, una diversificación infecunda; a la seriedad colectiva, el “choteo”, erigido en rasgo típico de nuestra cubanidad.”

Intentar hoy un ejercicio semejante equivale a mirarse en un precipicio: un siglo después, la alta cultura en Cuba sobrevive en estado comatoso. Tanto, que aquella situación de 1925 se nos aparece como una cima; lo que Mañach define como “época de merma” adquiere casi, para nosotros, el lugar que en su nostálgico discurso ocupaban “los cultos del 36”, las décadas más fecundas del ochocientos. “Estamos, no en un momento de agonía, sino de crisis. Crisis significa cambio. Acaso ya esta juventud novísima de hoy traiga en el espíritu la vislumbre de un resurgimiento”, señalaba Mañach, erigiéndose en portavoz de una generación que había tenido en la Protesta de los Trece su bautismo de fuego. Luego vendrían, en el terreno de las letras y las artes, muy vinculado entonces al de la política, otros esfuerzos: la novela Fantoches 1926, el Manifiesto del Grupo Minorista, la revista de avance, la exposición de Arte Nuevo, el suplemento literario del Diario de la Marina

Difícilmente encontraríamos hoy algo parecido. No estamos en crisis sino en plena agonía. Más que con el moderado optimismo de un Mañach, nos identificamos con el pesimismo melancólico de la generación anterior, que abunda en alegorías de la frustración nacional, a menudo un hundimiento, como en “La agonía de La Garza”, relato de Jesús Castellanos, y en “Nao, esquife, tierra”, ensayo de José Antonio Ramos, posiblemente el testimonio más conmovedor, junto a la “Elegía del retorno” de José Manuel Poveda, de la desolación de aquellos escritores que leían a Nietzsche como un evangelio en un país que se les revelaba, entre la penetración norteamericana en la economía, la galopante corrupción de la política y la indiferencia de las masas hacia todo empeño literario, como un petit pays chaud. “En Cuba —escribía Poveda, siempre hiperbólico, en una de sus “crónicas vernáculas”— los negocios de historia son cosa muy simple […]: antes éramos una colonia dependiente, y ahora somos una colonia independiente.” La historia, para él y otros escritores de su generación, se había vuelto farsa; un asunto de envoltura, meramente formal; la médula era siempre lo mismo: la colonia.

Y era justo eso lo que la generación de Mañach se propuso remediar. “¿No será ya hora de que disipemos esta conmovedora resignación agrícola que tenemos como pueblo, y que paremos mientes en otras manifestaciones posibles de la energía colectiva: en la industria y en la cultura, por ejemplo?”, preguntaba. El diagnóstico clínico, la “acuciosa objetividad” del analista, como le llama Mañach en su conferencia, era ya un paso de avance. La cultura nacional es, en sus palabras, “un conjunto de aportes individuales numerosos, conscientemente orientados hacia un mismo ideal y respaldados por una consciencia social que los reconoce y estimula”, de modo que la decadencia puede deberse a causas de tres tipos —individuales, orgánicas o sociales—, o sea, la cultura no avanza porque son escasos los aportes individuales, porque están desorganizados y porque les falta apoyo social.

Pues bien, estos dos últimos factores no han hecho sino agudizarse en las últimas décadas. En un célebre ensayo Virginia Woolf hablaba de un “cuarto propio”, metáfora de la independencia económica que las escritoras requerían para dedicarse plenamente a su vocación. Pero todos, mujeres y hombres, necesitamos de esa habitación propia, una cierta suficiencia de medios materiales que faciliten la ejecución de una obra. Y en la sociedad burguesa estos medios vienen, a menos de que se cuente con herencia, sobre todo de las instituciones, tanto públicas como privadas. Mañach, el sobrio profeta de la “nación que nos falta”, pronunció su conferencia de 1925 en la Sociedad Económica de Amigos del País. Por esos días, publicaba en El País sus crónicas costumbristas sobre La Habana. Y se me antoja revelador que se repita en ambos lugares la palabra “país”, porque es justo eso —algo más elemental, primario, menos metafísico que la nación— lo que nos falta, un siglo más tarde. A diferencia de los españoles, mexicanos o argentinos contemporáneos, los escritores cubanos sobreviven a la intemperie: sin periódicos, televisiones, emisoras de radio, universidades donde puedan ganarse la vida. No tienen país. Todos somos apátridas.

Esa pérdida —mayor, acaso, que cualquiera de las que lamentaron los escritores de la República— ha sido como un descomunal salto atrás, a la época de la colonia española: de nuevo, a los cubanos se nos prohíbe dedicarnos al gobierno, pero, a diferencia de entonces, tampoco contamos con una élite letrada sobrada de recursos e instituciones que promuevan la cultura. Como se ha señalado tantas veces, en el exilio proyectos como Encuentro de la Cultura Cubana han sido excepcionales, y son ya agua pasada. El desierto crece. Es preciso entonces corregir lo anterior: extremando la hipérbole de Poveda (que desde luego lo es, porque Cuba no era una colonia en 1917), podría decirse que, habiendo perdido el país —la nación, en tanto hecho espiritual, sobrevive en el exilio—, hemos retrocedido, más allá incluso de esas dos fases coloniales señaladas, hasta aquella otra anterior, aún más primitiva, de la factoría, en una involución que no tiene paralelos en la historia de Cuba.

 “Una Revolución política que triunfa trae consigo, fatalmente al parecer, un período sucesivo de apatía, de indigencia ideológica y de privanza de los apetitos sobre el ideal”, señalaba Mañach en su conferencia de marras, a propósito de la independencia, pero la revolución antibatistiana siguió un patrón muy distinto, más parecido al de la revolución antimachadista, que Mañach comprendió en 1933 como una suerte de “dramatización del cubano”. Más que drama, a propósito del 59 podríamos hablar, en rigor, de tragedia: aquello fue un error descomunal, la hamartia de todo un pueblo, un accidente con consecuencias tan devastadoras que, por contingente que haya sido (y lo fue, muchísimo), tenemos que entenderlo como destino. En otra ocasión, retomando una frase de Hugo sobre la revolución francesa de 1848, he hablado de “días de fuego, años de humo”. Aún vivimos en esos largos años de humo, pagando, como algún desgraciado personaje de la mitología griega, por la hubris de habernos creído el centro del mundo.

En la alta cultura hubo, como se sabe, primero un período de efervescencia —del cual, por cierto, el propio Mañach participó: fue jurado del primer Concurso Literario Hispanoamericano, que en 1965 pasó a llamarse Premio Casa de las Américas—, cuando se crearon nuevas instituciones, revistas, editoriales y becas para los escritores y los artistas. Pero tras esa prosperidad, que duró, a pesar del avance progresivo del dogmatismo, hasta fines de la década del sesenta, sobrevino un cataclismo, consumándose lo que estaba figurado en la destrucción de tantas bibliotecas privadas, en aquellos primeros días de fuego. Aquí, de nuevo, viene Mañach a colación: se cuenta que la suya fue hecha pulpa luego de que la turba asaltara la casa del profesor, tras su exilio en octubre de 1960. Ahí estaba, con furia renovada, aquella rebelión de las masas que ya en sus primeros ensayos, muy influidos por Ortega y Gasset, Mañach había deplorado, cuando escribía, por ejemplo, que “esta republiquita ha vivido, a despecho de todas las apariencias actuales y anteriores, en plena dictadura democrática del número.”

Si todo el proyecto cultural de Mañach se resume, de algún modo, en aquella afirmación de su “Carta pública a Medardo Vitier” según la cual “en Cuba lo que urge es restablecer la comunicación —que con la República se perdió— entre la minoría y la masa”, esa nueva, desmesurada rebelión de las masas —que fue, en muchos sentidos, a la vez la consecuencia y la ruina de todo lo que la generación de Mañach consiguió, que no había sido poco— llegó a criminalizar la alta cultura, en un antiintelectualismo mucho peor, por cuanto institucionalizado, que aquel que los escritores de la primera generación republicana, y el propio Mañach en la siguiente, lamentaban en sus tradicionales discursos. Arrasadas las instituciones donde aquel ejerció su magisterio: el senado, la universidad, la prensa libre; purgada la minoría, quedaría sólo la masa: esa comunidad reconciliada, autosuficiente, que la ortodoxia marxista llamó “nación en sí y para sí”, donde aquella otra distinción que Mañach señalara en su conferencia de 1925 —entre la alta cultura y la instrucción pública— era también superada, tras el funesto Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura.

Y aquí estamos, en los interminables años de humo, haciendo balance. Hablaba Mañach de la “nación que nos falta”. Yo pienso en los libros que nos faltan, el reverso necesario de aquella masividad de la cultura socialista. Son, sobre todo, obras de crítica y de historia, porque fue esa tradición, la intelectual más que la propiamente literaria, la que menos pudo resistir a la hecatombe. A diferencia de la censura política, la “política cultural” no deja resquicios, y la imposición de la ortodoxia marxista-leninista en los setenta ha tenido efectos tan devastadores que aún medio siglo después no los hemos superado. Mientras en tiempos de la dictadura cívico-militar en Argentina se seguía leyendo a Deleuze y a Lacan y la universidad sobrevivía en la clandestinidad, en Cuba no hubo manera no ya de renovar, sino siquiera de salvar los altos estudios cuando el país, que diez años antes había sido retirado del mercado global, fue entonces retirado del mercado de las ideas.

Como consecuencia, esos tantos libros que echamos de menos. Se me ocurren ahora, a bote pronto: un libro sobre el ABC (la participación de Mañach en esta singular organización es, por cierto, uno de los capítulos menos conocidos de su militancia política); una historia del PSP, que cuente con pelos y señales los muchos enredos de ese partido, incluyendo el llamado “error de agosto” y el proceso de la “microfracción”; una biografía intelectual de Fernando Ortiz (si hubiera sido argentino, ya tendría tres o cuatro); una de Varona (idem); una historia de las ideas en Cuba (de nuevo, la comparación con Argentina es reveladora, para mal nuestro; pensemos en libros como Nuestros años sesentas y En busca de la ideología argentina de Oscar Terán, sin pariguales cubanos); un estudio sobre La Habana Elegante, no ya sólo la revista sino todo ese fascinante campo literario que incluye también a La Habana Literaria y El Fígaro, donde, entre intoxicaciones de ajenjo y de simbolistas franceses, la literatura emerge al fin en nuestro país como cosa aurática, al margen de los discursos letrados.

En la ficción —que goza, en mi opinión, de relativa buena salud, a diferencia de la crítica literaria, más pobre y provinciana— echo en falta, con todo, una dimensión que me parece tiene que ver con cierta mirada sobre la historia, la violencia de la misma. Pensando de nuevo en Argentina, la perspectiva sobre el siglo XIX en una novela como Respiración artificial de Piglia, no se encuentra entre nosotros, o la forma en que se aborda, también desde la crónica familiar, un suceso como la “semana trágica” en María Domecq de Juan Forn. La esclavitud, por otro lado, parece un tema particularmente poco “trabajado” en la literatura cubana reciente, una significativa laguna (aquí la comparación sería con la literatura norteamericana: pienso en una novela como Beloved, de Toni Morrison). También episodios como la “guerrita de los negros” —aparece en varios capítulos muy buenos de El navegante dormido de Abilio Estévez—, pero falta la novela de la “guerra del 12”. Y alguien tendría que escribir la historia del insólito narrador de “Los chinos” (Hernández Catá, 1923), desde su origen en cuna rica hasta la caída en esa variopinta cuadrilla de obreros donde se mezclaban todas las razas del mundo.   

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