Premios, crímenes y otras formas de auto-celebración ibérica

España, un país donde toda conversación sobre literatura suele parecerse a un duelo de erudición a ver quién nombra más poetas republicanos sin atragantarse con la superioridad moral, celebra en estos días el ascenso de dos de sus más fieles escuderos: Eduardo Mendoza, condecorado con el Premio Princesa de Asturias de las Letras; y Benjamín Prado, regresando con la séptima entrega de su detective literario, esta vez tras la pista de las manos amputadas de Juan Domingo Perón. Porque si algo une a estos dos próceres de las letras, es su habilidad para convertir el costumbrismo castizo en alta cultura con solo ponerse unas gafas de pasta y hablar mal de los nórdicos.

Mendoza ha sido premiado por un jurado convencido de que el humor, cuando se sirve acompañado de referencias a la historia reciente, cuenta como profundidad. Lo han elogiado por “el enfoque reflexivo” de su obra, que básicamente consiste en decir que, si uno es rico, para qué quiere filosofía y religión. Una tesis tan brillante como gritarle al cielo “¡ya tengo dinero, devuélveme mi angustia!”, con una copa de vermut en la mano.

Mientras tanto, Prado ha decidido que la mejor forma de hacer literatura negra es ponerla en traje de gala y llenarla de memoria histórica, momias viajeras y dictadores reciclados. “Estoy harto de los escritores nórdicos con mucha casquería y poca sutileza”, se queja. La saga del profesor-detective no investiga delitos, interroga la Historia, la sacude, la emborracha y la mete en un sótano de la DGS con una lámpara colgando. Nos habla del 23F, de las cloacas del Estado, de dictaduras extranjeras y de esas casualidades ibéricas donde los poetas acaban como actores y los actores acaban en las listas de Planeta.

Ambos escritores representan la culminación de un fenómeno muy nacional: la mezcla de la autobiografía con el heroísmo cultural. Uno se burla de todos sin dejar de ser uno de los suyos. El otro convierte a su alter ego en un detective que casualmente investiga lo mismo que él denuncia en columnas y entrevistas.

Y, sin embargo, el sistema literario ibérico —tan orgulloso de su ombligo— los adora. Porque hay algo profundamente reconfortante en estas figuras que, sin pretensiones de novedad, siguen reafirmando que lo nuestro es importante. Que Barcelona tiene más capas que Copenhague. Que el 23F fue mejor thriller que cualquier cosa escrita en Islandia. Que si uno cita a Dylan, Sabina y Rafael Alberti en la misma entrevista, automáticamente se convierte en un monumento cultural, aunque la novela trate sobre necrofilia diplomática.

En un país donde el prestigio se construye más por la longevidad que por la innovación, estos caballeros de la tinta son ya santos patronos de la literatura con pedigríes. Tanto como escribir libros, dictan boletines emocionales para una generación que aún cree que la Transición fue el clímax narrativo de Occidente. Uno saca humor de las grietas del franquismo, el otro pone a su detective a espiar a Isabelita Perón desde el coche. Son cronistas del pasado reciente y del presente confuso, esos dos tiempos favoritos de la España que aún no ha superado ni a Franco ni a los cantautores de los setenta.

Y qué decir de los premios. Mientras Mendoza será coronado en Oviedo por Sus Majestades —porque si no hay realeza, no hay consagración—, Prado sigue recogiendo galardones que se reparten con la ligereza de una galleta en una reunión de comunidad de vecinos.

En resumen, España está de enhorabuena. Dos de sus literatos siguen en forma, escribiendo novelas que en otros países serían panfletos de divulgación histórica, pero que aquí se visten de gala para ser celebradas como alta literatura. Uno ríe desde su palacio de ironía; el otro ensaya su papel de actor mientras su detective recita historia con voz de denuncia suave.

Y así, entre tantos premios y frases de inteligencia intrínseca, la narrativa española se mira al espejo y se dice, muy seria y convencida: “Qué bien lo estamos haciendo, ¿verdad?”.

Desde la distancia —hay neblina y el continente está aislado—, siempre me ha fascinado esa inclinación tan española a tomarse en serio incluso cuando se ríen. ¿No hay en todo esto una suerte de tragedia barroca disfrazada de chiste intelectual?

2 comentarios en “Premios, crímenes y otras formas de auto-celebración ibérica”

  1. Me encanta esta nota sobre Lord Archibald Soria escrita por su primo hermano que vive en la Isla de Richmond. Ingenio aparte, la densidad de sus apreciaciones son producto de una nueva «alta» cultura.

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