Acabo de terminar de leer Klara y el sol (publicada por primera vez en 2021), la novela de Kazuo Ishiguro. Una historia narrada con precisión quirúrgica y diálogos muy bien logrados a través de un lenguaje contenido y casi minimalista. La ambientación es, al parecer, intencionalmente ambigua: no queda muy claro dónde ocurre la historia, ni cuándo exactamente, y esa indefinición geográfica y temporal le da un aura de fábula a la novela. Podría ser Estados Unidos, Inglaterra o cualquier sociedad occidental desarrollada en un futuro no muy lejano. Los personajes están construidos con una complejidad psicológica extraordinaria, especialmente Klara, cuya perspectiva artificial nos permite ver la humanidad desde una óptica externa y, paradójicamente, más penetrante. Es casi como vernos a nosotros mismos desde afuera.
Si se pudiera simplificar el argumento, se podría decir que es la historia de una niña enferma y su relación con su AA (Amiga Artificial). Pero esta síntesis no le hace justicia a una historia que explora los temas humanos de siempre: el amor, el sacrificio, la fe, la esperanza. En un momento donde la inteligencia artificial parece estar alcanzando y quizás superando eso que llamamos inteligencia natural (la capacidad de reflexión genuina parece volverse cada vez más escasa), la novela cobra una relevancia interesante.
Ishiguro utiliza este tema como lente para examinar cuestiones fundamentales sobre la condición humana. Es decir, lo tecnológico es una excusa para tocar otros temas. ¿Qué nos define como humanos? ¿La capacidad de amar, de sacrificarnos, de crear significado en el sufrimiento? ¿Poner nuestra fe en cualquier cosa?
Es una lectura agradable que produce cierta melancolía por momentos. Pero no escribo esta reflexión solo para recomendar el libro. Hay algo más, algo que me sucede frecuentemente con muchos escritores no cubanos, y que Klara y el sol ejemplifica de manera brillante.
Ishiguro, nacido en Nagasaki, pero criado en Inglaterra desde los cinco años, logra crear una obra profundamente emotiva y universal sin necesidad de anclarse en una identidad nacional específica, sin declarar procedencia geográfica o cultural, sin hacer referencias explícitas a su contexto histórico. Esta novela habla directamente a la experiencia humana universal, sin muletas nacionalistas.
Y esto contrasta de manera notable con cierto canon literario cubano que parece exigir siempre una declaración de procedencia y una referencia constante al contexto histórico-político nacional. El Cuba primero, Cuba después, Cuba siempre. La Historia con letras mayúsculas. Como si la literatura tuviera que portar siempre un pasaporte visible o llevar un cuño en la frente.
Nada en Klara y el sol revela que su autor sea un japonés criado en Inglaterra. No hay la más mínima referencia a las bombas atómicas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki, a la identidad cultural japonesa o británica, ni a las tensiones entre patria de nacimiento y patria adoptada. No hay marcadores culturales específicos, no hay nostalgia geográfica, no hay elaboración sobre el desarraigo o la pertenencia nacional.
¿Ves que se puede?