No sé a ciencia cierta por qué me he terminado este libro de casi setecientas páginas. De Jorge Volpi sólo había leído, hace muchos años, El fin de la locura, que sin ser nada del otro mundo, resulta una novela entretenida, y el capítulo con la sesión de psicoanálisis a que se somete Fidel Castro —que fue lo que me llevó a ella— está muy bien, o así me lo pareció entonces. La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción (Alfaguara, 2024) es, en cambio, decepcionante desde el comienzo mismo. El “Falso prólogo” anuncia ya los muchos defectos del libro: “Al despertar una mañana, luego de un sueño intranquilo, me descubro transformado en un monstruoso bicho”, reza la primera frase, y ocho diálogos numerados entre el susodicho bicho y Felice Bauer —la mujer a quien Kafka escribió, entre 1912 y 1917, más de quinientas cartas— introducirán cada uno de los libros que componen el volumen, divididos a su vez en capítulos (cinco por libro) con títulos al estilo del Siglo de Oro y subtítulos aclarativos. Por ejemplo: “Sobre cómo conversar con nubes, castaños y lagartos. Animismo, mitos e inconsciente colectivo”, o “Sobre cómo ensamblar las piezas del yo. De Descartes a la Ilustración”.
Estos diálogos son, posiblemente, lo peor de un libro que falla en todos los niveles, en la concepción misma (por la extrema vaguedad de su objeto, como luego veremos), en el de la composición o estructura, que resulta demasiado precisa y ordenada para aquella vaguedad, al punto de crear una persistente disonancia, pero también —y esto es evidente desde las primeras páginas— en el de la superficie, esto es, la prosa misma. “Mis ficciones primerizas se hallaban insertas en la educación católica que me imponían los maristas”(p.19), leemos en esta suerte de introducción. Pero el primerizo aquí sería aquí el sujeto que escribe, antiguo alumno de un colegio católico, nunca las ficciones que allí le enseñaban los curas; estas son, en relación a él, “primeras”, no “primerizas”. Más adelante nos topamos en el libro con otros términos y expresiones mal usadas —“una Scheherezada avant-la-lettre” (p.137)—, además de redundancias y clichés.
En otro lugar de este “Falso prólogo”, declara el autor: “En este relato, los silencios pesarán tanto como la música. Para enhebrarlo, me valdré de la flecha del tiempo que atraviesa nuestra conciencia: ello no significa que el desarrollo de la ficción haya sido por fuerza progresivo —toda historia es, a fin de cuentas, artificio—, pero la cronología ayudará a distinguir sus mutaciones y metamorfosis aun si con frecuencia la narración saltará hacia adelante y hacia atrás con la azarosa inquietud de un electrón” (p.20). Esta última imagen es, por un lado, infiel al libro que pretende describir, porque no es cierto que en el mismo abunden esos saltos temporales (a menos que el autor esté aludiendo a los recuadros sombreados que aparecen a veces sin ton ni son, ofreciendo en algunos casos información complementaria —como el dedicado a la lingüística generativa de Chomsky en el capítulo sobre el origen del lenguaje—, pero sin seguir siempre una lógica definida), y por el otro ejemplifica el facilismo en el uso del lenguaje figurado que caracteriza a la prosa de Volpi. Aún otro ejemplo: “Tras pasar la vida entera sumergido entre ficciones, me apresto a practicarles una autopsia. Te invito a que, en las páginas que siguen, nos dediquemos a destriparlas, desmenuzarlas y abrirlas en canal” (p.19). Cada uno de estos tres últimos verbos significa más o menos lo mismo que los otros; el crescendo gráfico de la imagen no es sino una muestra más de un efectismo cuasiadolescente.
Por otro lado, está la segunda persona con que empieza cada capítulo: “Abres los ojos y te descubres ante una inmensa playa. La arena se extiende hasta donde se pierde la vista. El turquesa del mar se pliega con el cielo. Escuchas el silbido del viento, las olas sobre la piedra, el graznido de las gaviotas. Impaciente, el sol les arrebata el color a las manos, los pies, los muslos. Te acuclillas sobre la arena” (p.161), en el caso del dedicado a la filosofía griega. Estos pasajes me han recordado un poco a El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, pero ahí el uso de la segunda persona tenía sentido porque se trataba de cartas, y la intimidad del diálogo epistolar contribuía al tono didáctico, como socrático, del curso de filosofía que conforma el núcleo de esa novela juvenil. Aquí, en cambio, esos pasajes, que aparecen también en medio de capítulo, dirigidos siempre a un lector de sexo femenino, resultan gratuitos y cursis. No importa que al final, en el “Último diálogo”, se revele —y esto ya se barruntaba a lo largo del libro— que esa segunda persona no es otra que Felice, la destinataria de esta historia de la ficción en la ficción que la enmarca: esa escena indeterminada, sin contexto alguno, en que ella conversa con el autor transformado en un bicho.
Después del “Falso prólogo” y del “Diálogo 1. Donde Felice y el bicho se encuentran y debaten sobre ficción y realidad”, hay una primera parte, o libro, que contiene un capítulo sobre el origen del universo, otro sobre el origen de la vida, otro sobre el origen de la consciencia, otro sobre el origen del lenguaje, y otro sobre el origen de la ficción misma, en el sentido digamos estricto en el cual, según Yuval Noah Harari, es justo eso, la capacidad para la ficción, lo que distingue a la especie humana y ha determinado su historia. Estas primeras páginas del libro de Volpi son, en mi opinión, las menos conseguidas (me resulta particularmente exasperante el uso, en lugar de las convenciones habituales, de números negativos para designar los años y siglos anteriores a nuestra era, como en “hacia el -2300, en la rica ciudad de Ur…” o “En la Atenas de los siglos -V y -IV”), y las más forzadas dentro del marco general de “historia de la ficción”, porque no tratan de cosas como el Nuevo Testamento, la mitología griega o la literatura, que son resultado de la imaginación, sea colectiva o individual, sino de otras como el mundo físico y la especie humana, es decir, no ya de las ficciones creadas por los hombres, sino de esa secuencia de realidades que, en una progresión desde lo inanimado hasta lo consciente, han hecho posible a la vida humana y, con ella, a las ficciones mismas. Así, de cierta manera toda esta primera parte, por cuanto no se refiere a las ficciones sino a las condiciones de posibilidad de las mismas, está demás, y habría sido más coherente comenzar el volumen con el libro segundo, titulado “Ficciones del origen”, que va de las más ancestrales creencias animistas de la humanidad a la Teogonía de Hesíodo, el Mahabharata de los hindúes y el Popol Vuh de los quichés.
Lo que el autor ofrece a partir de aquí es, más que una historia de lo que habitualmente se comprende como ficción —la cual incluiría la Odisea pero no El príncipe, El Rey Lear pero no El origen de las especies, Frankestein pero no El manifiesto comunista, Cumbres borrascosas pero no El libro de la almohada—, una historia de la cultura; lo mismo se habla del Código de Hammurabi que de la pintura renacentista, de la Ilíada que de las cartas de relación de Hernán Cortés, de la ópera que de la Revolución Francesa, del Quijote que de la mecánica newtoniana, y aunque desde luego el autor señala que hay una diferencia entre la ciencia y el tipo de ficciones que crearon un Cervantes o un Shakespeare, al incorporarlo todo bajo el rubro de ficción esta se convierte en un nombre vacío: si todo es ficción, nada lo es. Con “ficción” parece que el autor hubiera dado con un término todoterreno que, desde el mencionado bestseller de Harari, está, por un lado, de moda (lo que en inglés se llama buzzword), y por el otro le da pie para escribir un libro muy largo —obviamente otro aspirante a bestseller— aprovechando sin demasiado esfuerzo sus conocimientos en los diversos campos que componen eso que llamamos “cultura general”. (Conocimientos que incluyen, desde luego, a la cultura popular contemporánea, a la que se le dedica un espacio exagerado, como en la superflua nota —otro de los recuadros sombreados— en el capítulo sobre Homero, dedicada a la película Troya de Wolfgang Petersen.) No sólo la diferencia entre la ciencia y el arte, y entre estas y la filosofía, sino también aquella entre acontecimientos históricos, como la Reforma y la Contrarreforma, y obras que son producto de la imaginación, como las novelas del siglo XIX —el autor se detiene en las de las hermanas Brontë, Balzac y Zola, Dostoievski y Tolstoi—, o la poesía romántica —el Sturm und Drang, Coleridge, Blake, Shelley y Byron—, quedan así borradas, subsumidas en una suerte de olla podrida que, de tan variopintos ingredientes, no se sabe ya a qué sabe. La pretendida historia de todo es, al cabo, historia de nada.
A esa fundamental falta de discernimiento viene a sumarse, para detrimento del libro, una cierta falta de rigor, cuando el autor sugiere, por ejemplo, que el clasicismo produce ficciones realistas (p.272), o afirma que “la Comedia tiene un final trágico” (p.250), o que “la locura del Quijote nos fascina y desestabiliza: a cada paso, muestra el carácter endeble y volátil de lo real” (p.339). O cuando su alter ego, el bicho, explica a Felice que “la analogía […] funciona de dos modos: como metáfora o como metonimia” (p.65). O cuando se cita la primera frase de En busca del tiempo perdido como “Desde hacía mucho me acostaba a buena hora” (p.563) a pesar de que “de bonne heure” significa “temprano” en castellano y así ha aparecido en todas las traducciones de la obra de Proust a nuestro idioma. Falta de rigor que contrasta, por cierto, con obras clásicas de divulgación como The History of Western Philosophy, de Bertrand Russell, o The Modern Mind. An Intelectual History of the 20th Century, de Peter Watson.
En el caso de la tradición mexicana, pensamos inevitablemente en el magnífico breviario de Alfonso Reyes sobre La filosofía helenística o en ciertas zonas de la obra ensayística de Octavio Paz. Y, aquí, por cierto, la comparación revela, de nuevo, lo insustancial de la empresa historiográfica de Volpi. Cuando le toca comentar la epopeya de Gilgamesh, cae de cabeza en el lugar común: “de la maravillosa Uruk nada queda salvo algunas piedras en la polvareda. La Uruk de Sînlēqi-unninni, en cambio, continúa tan viva, resplandeciente y bulliciosa como el París de Balzac, el Londres de Dickens, el Dublín de Joyce, el Berlín de Döblin, la Comala de Rulfo, la Santa María de Onetti o el Macondo de García Márquez” (p.85). (¡¿Comala viva y bulliciosa?!) Si en las páginas donde Paz habla del Gilgamesh —en El arco y la lira, en Los hijos del limo…— el comentario —que distingue desde luego a la poesía épica de la lírica— está siempre en función de una idea propia de la poesía, un punto de vista, que es el de Paz, es justo eso de lo que carece Volpi en su acercamiento a la ficción.
Y esa falta de un auténtico point of view, parece que se la busca suplir con esa forma más obvia del punto de vista que es el recurso a la primera persona. El capítulo dedicado al derecho romano termina con el relato de cómo el autor estudió, en lo que fue para él un “error histórico”, la carrera de derecho, pero apenas la ejerció y luego intentó olvidarse de esa profesión; en el capítulo sobre la Ilíada y la Odisea cuenta una frustrada excusión a la isla de Ítaca en el marco de un festival literario; en el de la tragedia griega refiere la larga rivalidad con su hermano mayor… Pero esos pasajes autobiográficos no sólo no aportan nada sino que empecen; en un libro que pretende ser una historia, semejantes digresiones resultan innecesarias o impertinentes. “El adjetivo, cuando no da vida, mata”, decía Huidobro, y esto me parece cierto también para el uso —o abuso— de la primera persona, como de la segunda, en La invención de todas las cosas.
El volumen concluye con una disparatada “Cronología de la ficción”, que se subtitula “Índice de las principales ficciones mencionadas en este libro”, pero no es un índice e incluye muchas obras no mencionadas en el libro, y donde la disparidad de los elementos considerados como “ficción” se hace de nuevo evidentísima. Hallamos aquí textos de crítica y filosofía como La sociedad del espectáculo de Guy Debord (1967) y “Colonialidad del poder, eurocentrismo y democracia en América Latina” de Aníbal Quijano (1993), acontecimientos históricos como la caída de México-Tenochtitlán (1521) y la pandemia de SARS-CoV-2 (2020), y adelantos tecnológicos como la invención de la rueda (-3000) y el lanzamiento al público de ChatGPT (2022). Para rematar el despropósito, la cronología no termina en 2023; incluye seis entradas más, la más próxima de las cuales es “1,000 millones”: “Extinción de casi todas las formas de vida conocidas en la Tierra debido a la falta de oxígeno” (p.688).
No sé a ciencia cierta por qué me he terminado de leer este libro de casi setecientas páginas.